Al término de la jornada electoral de las últimas elecciones generales, en ese correteo de los líderes políticos para convencernos de que todos han sido vencedores a su manera, el secretario general de Izquierda Unida, agradeció a sus 923.123 votantes en toda España, con los que su candidatura obtuvo tres diputados en el Congreso, el haber apostado por el fin de algunos poderes fácticos en nuestro país, entre los que mencionó el «poder fáctico eclesiástico». Creo que esta expresión que no formaba parte del discurso político desde al menos la Revolución de Asturias de 1934. Atónitos ante semejante concepto trasnochado somos muchos los que nos hemos preguntado: ¿Y qué poder fáctico tienen los eclesiásticos en la España del siglo XXI, en un Estado aconfesional, y en una sociedad en la que la cultura dominante no es precisamente promotora de la cosmovisión cristiana y de los valores evangélicos?
Es verdad que no siempre en la historia de la Iglesia se ha vivido el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», que Benedicto XVI decía constituye el inicio revolucionario de la laicidad que trae el cristianismo. Y es verdad que en la Iglesia siempre, y también hoy, existe la tentación de utilizar su poca o mucha credibilidad para establecer compromisos con el poder político o económico y de este modo, mermar su independencia y libertad. Pero, sinceramente, en la Iglesia de la era Francisco, en la Iglesia que peregrina hoy en España, nadie sensato imaginaría ni la sombra de esa tentación.
Y, pensándolo mucho, y tratando de ser lo más compresivo posible con tan tremendo temor, he llegado a imaginar cuál podría ser en realidad ese «poder fáctico». Es más, creo que dado que la Iglesia, en su conjunto, como comunidad social, más allá de los defectos personales de sus miembros, ejerce tres funciones visibles y comprobables en la comunidad social en la que vive, habría que hablar de uno sino de tres «poderes fácticos eclesiásticos»: el poder del culto, el poder de la Palabra, y el poder de la Caridad. Porque, reconozcámoslo, son tres peligrosísimos poderes que compiten, no sólo aquí, sino en todos los países del mundo, tanto con los poderes oficiales como con los fácticos.
Ciertamente, no son pocos los españoles que van no una vez cada cuatro años, sino todas las semanas a dar culto al Padre Eterno, y a agradecerle su amor y su misericordia infinitas manifestados en Jesucristo. Peligrosísimo poder es, verdaderamente, el de la humildad de la fe, porque es la más sublime manifestación del poder de la libertad humana, capaz de acabar con cualquier régimen demagógico y totalitario. Los hombres que dan culto a Dios tiene todas a su favor para no dar culto a los hombres, para no arrodillarse ante ningún poderoso, para no creerse ciegamente los programas políticos e ideológicos que a la postre siempre pretenden el seguidismo de un credo mundano, de una religión sin Dios. El que cree en Dios y sabe que Dios, tal y como nos lo transparenta su Hijo encarnado, es el Dios que se dirige de tú a tú al hombre libre y responsable, no será jamás títere de ningún encantador de serpientes y manipulador de conciencias, que no otra cosa es en la sociedad de la información el poderoso de hoy, en lo político, en lo cultural, y en lo económico. ¡Que gran razón tiene el temeroso de este peligroso poder fáctico! ¡Qué gran poder tienen los eclesiásticos que convocan a un culto en el que no se rinde culto a ningún hombre, sino sólo a Dios!
El segundo gran poder fáctico eclesiástico que podría ser objeto de temor y temblor es el poder de la Palabra con mayúscula, no el de la palabra del bla, bla, bla de los políticos, los personajes televisivos o los líderes de opinión, sino la Palabra de Dios que es lo que predica la Iglesia, constituyendo su misión: la evangelización. Cada vez que un eclesiástico, por recurrir a la terminología utilizada, o un catequista, o un maestro, un padre o una madre de familia, compartan con niños, jóvenes o adultos el mensaje evangélico del amor y del perdón sin límites, el poder de esos niños, jóvenes o adultos crecerá exponencialmente y será un revulsivo ante los poderes reales, oficiales o fácticos del mundo: el poder del consumismo y de la idolatría del mercado amortiguado por el poder evangélico de la llamada de la Palabra de Dios a la solidaridad y a la comunión de los bienes; el poder de los totalitarismos ideológicos amortiguado por el poder de la llamada de la Palabra de Dios a la libertad de conciencia y a la libertad interior; el poder del Lévitán del Estado paternalista y opresor, frente al poder de la llamada de la Doctrina Social de la Iglesia, basada en la Palabra de Dios, a la subsidiaridad en el reparto del poder, y a la libre asociación y conjunción de las personas para ser creativos y tener iniciativas en la sociedad civil.
Pero el tercer y más peligroso gran poder fáctico eclesiástico que debe temer el político podría ser el poder del testimonio de la caridad de la Iglesia. De hecho, suele rechinar en los oídos de los políticos, de casi todos los políticos y de casi todas las opciones políticas (de izquierdas, de derechas y mediopensionistas), la misma palabra Caridad. No gusta. Dicen que porque puede ocultar la primacía de la palabra justicia, cuando en realidad lo que temen es reconocer que sin caridad vano es cualquier intento puramente legalista de garantizar la justicia. Pero lo ofensivo para las ideologías políticas y sus discursos, es la palabra silenciosa y elocuentísima del testimonio. Los miles de voluntarios de Cáritas y de tantas otras organizaciones sociales de la Iglesia Católica, muchos más que los votantes de los temerosos políticos del poder eclesiástico, son el mejor exponente de este poder, que no es eclesiástico, sino eclesial. El poder del testimonio. El poder de la fuerza que nace de la debilidad, la doble debilidad del que atiende al pobre y del pobre atendido, que se funden en uno sólo, porque ambos son pobres y ambos se enriquecen mutuamente por igual, y crean lazos, y construyen juntos planes esperanzadores, y cambian la sociedad, sin que los poderes políticos intervengan, controlen o guíen, y por tanto sin comerlo ni beberlo, sin poder ponerse la medalla. El poder del testimonio de la caridad es el más peligroso, porque es el poder de la única revolución que es no violenta, que es silenciosa, que no usa ni de altavoces ni de pancartas, que no lo cambia todo para que no cambie nada, porque no sólo cambia las estructuras sino que cambia el corazón de las personas.
Claro que más que temor, podría surgir un halito de esperanza al saber que, en medio de esta sociedad, haya hombres y mujeres que en el recogimiento del culto, en el aula del Evangelio, y en el testimonio del amor concreto, sean no competidores, sino aliados, no del poder, sino del servicio al bien común.