Reproduzco el artículo que he publicado hoy en «El Debate de hoy» (https://eldebatedehoy.es/religion/luis-francisco-ladaria/) sobre el nombramiento del nuevo prefecto de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe:
El nombramiento del jesuita español Luis Francisco Ladaria Ferrer, mallorquí de 73 años, como Prefecto de la Doctrina de la Fe (y unido a ese oficio, presidente de las comisiones pontificias “Ecclesia Dei” y Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional), no ha sido ninguna sorpresa ni para la curia vaticana ni para los periodistas vaticanistas, especializados en la información de la Santa Sede. En no pocos medios la noticia se ha publicado con el “prefijo” “por fin” en el titular del nombramiento. Y no ha sido ninguna sorpresa no sólo porque Benedicto XVI lo había ya nombrado secretario de la mencionada Congregación hace nueve años; ni porque cuando se rumoreó que el Papa lo iba a nombrar arzobispo de Barcelona ya se decía que el rumor era falso entre otras cosas porque el Papa le tendría reservada la prefectura de la Congregación de la Doctrina de la Fe; ni, por supuesto, porque el nombramiento se da cuando el Cardenal Gerhard Ludwig Müller concluía su mandato quincenal de prefecto.
No ha sido ninguna sorpresa porque en Ladaria se daban las condiciones objetivas más lógicas para hacerse responsable de uno de los dos o tres “ministerios” más importantes de la Santa Sede. A saber, su privilegiada formación filosófica y teológica, su probada prudencia, su prestigio personal, y su innegable afinidad a la impronta pastoral del pontificado del Papa Francisco, de la que la común pertenencia a la Compañía de Jesús le dota de especial capacidad de sintonía con los conceptos de “discernimiento y determinación” ignacianos, que sin duda el Papa quiere dotar también (y porque no primordialmente) a la Congregación de la Doctrina de la Fe. Un discernimiento y una determinación inseparables en la mente tanto de Bergoglio como de Ladaria de esos otros tres “movimientos” que enfocan y renuevan la acción de la Iglesia en este pontificado, tal y como aparecen en Evangelii Gaudium y Amoris Laetittia: acogida, acompañamiento, e integración.
Otra cosa muy distinta a la sorpresa es la importancia de este nombramiento. De la importancia, que no de la sorpresa, deviene en el fondo que a algunos sectores tanto eclesiásticos como laicos, y por sus confluencias mediáticos (no me atrevería a llamarlos a todos “periodísticos”), se hayan rasgado las vestiduras con este nombramiento, y que para otros, entre los que no me duele en prenda identificarme, nos hayamos espontáneamente y efusivamente alegrado.
Porque forma parte de la importancia de este nombramiento el que sirva para despejar cualquier duda ante la posibilidad remota, que en no pocas repercusiones mediáticas no ha aparecido tan remota, de que se hubiera podido tener la impresión de que los vigilantes del tesoro de la fe disintiesen o incluso recelasen del supremo heredero del tesoro de la fe, el sucesor de Pedro. Y todos sabemos de esa pregunta de la teoría política que no es baladí para las tentaciones del poder eclesiástico: ¿quién vigila al vigilante?
Y sobre todo, porque la importancia de este nombramiento estriba, a la postre, inseparable de su incomparable preparación intelectual que este cargo requiere, en el modo de ser del nuevo prefecto, que, en la línea de Francisco, se perfila no sólo, y no tanto, como un protector, guardián, defensor, o vigilante de la fe de la Iglesia, sino como un embellecedor de la fe, que como todo buen embellecedor de un tesoro de valor incalculable, lo cuida, pero al mismo tiempo lo expone a la intemperie del mundo, como hacían los doctores de la Ley con el Antiguo Testamento en el “atrio de los gentiles” del templo de Jerusalén (como quería Benedicto XVI), o como hizo San Pablo con el Nuevo Testamento en el areópago ateniense del encuentro entre culturas y religiones (como quería San Juan Pablo II).
Decía Joseph Ratzinger, cuando era prefecto de la Doctrina de la Fe, como lo es ahora nuestro Ladaria, qué si su misión era defender la fe de la Iglesia, habría que entender esta defensa como una defensa de la fe de los sencillos ante la prepotencia de los intelectuales. Me da que esta definición se ajusta tanto al deseo del Papa Francisco como al estilo del Padre Ladaria. Porque el “embellecimiento” y “cuidado” de la fe no tiene nada que ver con el talente inquisitorial, que no es prerrogativa eclesiástica, sino que se da en el carácter no muy ordenado psicológicamente de muchas personas, creyentes y no creyentes. Pero que todos sabemos que también amenaza a la Iglesia, como lo ha hecho a lo largo de su historia a través de “cazadores de brujas” que hoy tienen mayoritaria fijación con los críticos, los distintos, los arriesgados, y como nos demuestra también la historia, con no pocos posibles santos.
Ladaria es un teólogo serio, con títulos universitarios en Madrid y en Fráncfort, y con experiencia docente en Roma como profesor de dogmática. Un hombre humilde de hondura intelectual y de carácter dialogante. Un sacerdote cabal que rezuma bondad, y que contagia serenidad y confianza. Un buen jesuita para el que el ardor de la fe en Cristo es inseparable del militante compromiso por la Iglesia. Un cristiano para quien, como dice el Papa Francisco, sabe que lo que se le pide al obispo, al sacerdote, al misionero, al teólogo, al evangelizador, no es que no se equivoque nunca, sino que no haga nada por el temor a equivocarse.