Ya me parecía a mi, cuando discurrían tanto la primera como la segunda asamblea del Sínodo de los Obispos, ambas sobre la familia, que el Papa Francisco tenía bien claro que no conviene hoy hablar en la Iglesia de la familia sin hablar de la sociedad, ni de la crisis de la familia sin hablar de la crisis social, ni de las alegrías y las tristezas de la familia sin hablar de las alegrías y las tristezas de un mundo que lucha por la igualdad, la justicia, la vida, la prosperidad, el desarrollo de las personas y de los pueblos. Porque entre la persona y la sociedad siempre hay una familia. Y ya decía yo que para el Papa, y por tanto para la Iglesia, familias, y familias cristianas, las hay de toda clase y condición, no sólo las de las fotos de familias numerosas, todos rubitos, y con jersey de Lacoste.
Hablaba ya entonces, a tenor de la información que íbamos teniendo de los debates sinodales, de un cambio de perspectiva que devuelve al ámbito de la pastoral familiar todas aquellas situaciones que nos habíamos acostumbrado en la Iglesia a situar “al margen” de la familia, precisamente como “situaciones marginales”. A saber, las situaciones difíciles y dolorosas que viven millones de familias con respecto a las carencias educativas, el desempleo, las dependencias, la enfermedad, la soledad, el abandono, la violencia, la explotación, la pobreza material, y todas las demás cruces por las que el Crucificado revive su pasión en el seno de los hogares y de las familias. Haber relegado estas cuestiones a la “pastoral social” cuando no a la mera beneficencia, dejaba a la mayoría de las familias del mundo fuera del ámbito de la pastoral familiar, reservado a las familias más protegidas socialmente y más desenvueltas económicamente, convertidas en iconos de la familia cristiana, por el testimonio de su fidelidad matrimonial o de su apertura a la vida, y no siempre en la misma medida por su compromiso solidario con las familias más desfavorecidas.
Pues bien, no se pierdan ustedes el número 167 de la exhortación apostólica postsinodal La Alegría del Amor, publicada esta semana, en la que el Papa Francisco dice lo siguiente: “Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su seno tienen cabida incluso los más desastrosos en las conductas de su vida. También puede ayudar a compensar las fragilidades de los padres, o detectar y denunciar a tiempo posibles situaciones de violencia o incluso de abuso sufridas por los niños, dándoles un amor sano y una tutela familiar cuando sus padres no pueden asegurarla”. Porque todo esto, también es familia, familia cristiana, familia redimida, familia “misericordiada”.