27 de noviembre de 1975: Por la mañana Juan Carlos I es proclamado Rey de España en las Cortes. Por la tarde el entonces arzobispo de Madrid, y presidente de la Conferencia Episcopal Española, cardenal Vicente y Enrique Tarancón, celebró una misa en la Parroquia San Jerónimo el Real de acción de gracias por el nuevo Rey, a la que acudieron varios jefes de Estado.
Esa misa y su correspondiente homilía habían sido minuciosamente preparadas muchos meses antes. En ella estaban muy interesados tanto el Presidente de la Conferencia Episcopal como su Majestad el Rey. El primero porque, con Pablo VI, no quería que la Iglesia española quedase marcada por un Régimen trasnochado, al que se vio asociada, por razones obvias, en 1939. El segundo porque la misa de la tarde podía servir, a diferencia del acto de proclamación por la mañana en las aún Cortes franquistas, de un mensaje, para los españoles y para el mundo. que él no podía pronunciar el primer día, de reconciliación y de apertura democrática.
“Pido que seáis el Rey de todos los españoles” (un “todos” pronunciado dieciséis veces), le decía Trancón. Eran todos los españoles los que por boca de la Iglesia pedían al Rey “que las estructuras jurídico-políticas ofrezcan a todos los ciudadanos la posibilidad de participar libre y activamente en la vida del país”. ¿Primer discurso de la democracia española? “Nada ha cambiado pero todo será diferente”, decía un titular de la prensa británica del día siguiente.
En unas recientes conferencias en Madrid dirigidas a sacerdotes tres autoridades indiscutibles de este momento histórico (el historiador Juan María Laboa, el embajador Marcelino Oreja, y el Cardenal Fernando Sebastián), coincidían en el mismo análisis. Ni el espíritu ni los acontecimientos concretos de la Transición Política podrían entenderse sin el concurso de la Iglesia; ni está habría podido prestar ese servicio (con sus obispos, sacerdotes, y laicos) sin la previa transición que la misma Iglesia estaba viviendo tras el Concilio Vaticano II. Además, también coincidieron en que la Iglesia acertó tanto al conseguir sustituir el viejo Concordato entre el Estado Español y la Santa Sede por los nuevos acuerdos aún vigentes, terminados y firmados tras la proclamación del texto Constitucional, como al apoyar éste texto como marco legal de derechos y libertades, de convivencia y de participación.
Marcelino Oreja contaba algo inédito para los escribanos de este capitulo de la historia. Al presentar como ministro de Asuntos Exteriores el 3 de enero de 1979 a San Juan Pablo II los nuevos acuerdos Iglesia-Estado, le leyó el artículo 16 de nuestra Constitución en el que se conjugan aconfesionalidad del Estado con reconocimiento de la Iglesia Católica como “tradición prevalente”. El Papa Magno se levantó, se acercó a una ventana, y tras un rato de silencio se volvió y dijo: “¿Cuándo podrá tener Polonia una Constitución como la española?”.