La celebración hoy el Día de Hispanoamérica no es sólo una llamada a dar gracias a Dios por los más de 20.000 misioneros españoles en los pueblos hermanos de América, ni tampoco es sólo una llamada a vivir la comunión de bienes espirituales y materiales con la Iglesia que peregrina en Hispanoamérica –ambas cosas, por su puesto, harto valiosas y necesarias-, sino que además, es una ocasión privilegiada para que tanto aquí, en España, como allí, en Hispanoamérica defendamos el inmenso bien del legado que hace más de medio milenio se produjo entre España y Portugal con los pueblos de América. Una empresa que, con todas las limitaciones humanas que se quiera, fue altamente enriquecedora, tanto para la evangelización -que desde entonces fue inseparablemente humanización- de los pueblos americanos, como para el fortalecimiento de la conciencia misionera de la Iglesia en el viejo continente.
Benedicto XVI dijo en su día qué “el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña”. Qué fue el Espíritu Santo quien vino a fecundar aquellas culturas, “purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas”. Y qué “la utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso (…) una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado”.
Francisco, papa hispanoamericano, ha sido en algunas ocasiones crítico con el proceso colonizador de portugueses y españoles en el continente americano, pero no con el proceso evangelizador, que aunque lógicamente fueron concomitantes, no por eso fueron unidos. Bien sabemos, y sobrada documentación histórica tenemos para corroborarlo, que la tensión entre los negociantes colonizadores (que no conquistadores), y los misioneros, fue permanente. Y por tanto que la Iglesia española fue, además de evangelizadora del continente, la primera defensora de la dignidad de los indígenas americanos. Por eso el Día de Hispanoamérica no es un día de confrontación, sino de unión, de comunión eclesial, de solidaridad social, y de fraternidad.