Es una de las cosas que me ocupan últimamente. Estamos en un momento social en el que parece que lo religioso, especialmente si es cristiano, no digamos ya católico, tiene que esconderse -limitarse al ámbito de lo privado, dicen. Hacerme visible como diácono es importante para mí. Quiero que las personas con las que me cruzo puedan atisbar que estoy para ayudar; quiero también un recordatorio personal que me saque de mí y me interpele.
Al mismo tiempo, quiero evitar confusiones innecesarias y, fundamentalmente, no provocar escándalo. Estoy casado, tengo tres hijas, No es inhabitual que bese a mi mujer al saludarla o le dé la mano por la calle. El alzacuellos no es una opción. Porque confunde. Ya me llaman «padre» algunas personas que entran en la sacristía, otros a los que llevo la comunión… De momento, la cruz en la solapa hace su trabajo.
Pero no es suficiente. «El hábito no hace al monje», dice el refrán. Sabio. Aunque limitado. Sé que en mi trabajo manda el desempeño profesional: dejo claras, cuando es oportuno, mis «líneas rojas», las que no voy a pisar ni a aceptar que se pisen conmigo. ¿Cómo lograr, además, que los demás sepan que estoy allí para ayudar? Y para, después, borrarme como una bayeta. Que de eso se trata.
Decía Gandhi que si los cristianos «hicieran lo que dicen», él se habría hecho cristiano. Con la mano abierta. Quizá esa sea la clave. Y, como dicen los jugadores de mus, a la piedra.