Hace años, un cliente, en un momento de descanso de un curso que yo estaba impartiendo, utilizaba la novela «El código Davinci» como argumento de autoridad para sustentar su postura en una conversación. Según iba yo desgranando la lista de errores y falsificaciones, él enrojecía; al final, su único argumento fue la ofensa a la Iglesia porque sí. La «falta de ignorancia» se hará ver con «efecto bungaló», me dijo, al rato, un tercero, muy divertido, agradeciendo que no hubiese elevado el nivel de la discusión.
Hoy leo lo que escribe José Arregi en PD. Cito: «¿A quién le importan ya las indulgencias, ese perdón divino de un tiempo de pena que habría de sufrir el pecador en el purgatorio para expiar el “reato” o resto de la culpa que quedaría aun después de que la culpa hubiera sido perdonada por la confesión de los pecados ante un sacerdote? ¿A quién le interesa si los sacramentos son siete o son dos, como enseñó Lutero, y si la presencia de Cristo en la Eucaristía es real por la transustanciación o por el recuerdo vivo de la comunidad reunida en su nombre? ¿A quién le preocupa si María, la madre de Jesús, y los santos han de ser o no objeto de culto, y si Dios se revela únicamente en la Biblia o también en la Tradición, si Jesús instituyó o no a Pedro como Papa y si quiso que tuviera sucesores (!), y cuál de las Iglesias es la auténtica heredera del “depósito” de la fe y de la “sucesión apostólica” y puede arrogarse por lo tanto la pretensión de ser la única «Iglesia verdadera»?».
Contesto: Pues a mí me importa, hermano. Me importa a mí, que quiero ir al cielo. A mí, que también creo en Jesucristo, que instituyó los sacramentos, en los que se entrega, en todos, el Misterio de Cristo, completamente. A mí, que sí creo en el milagro de la transubstanciación, porque así lo indicó Jesucristo. A mí me ocupa, porque la admiro, tener a María como ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios, y como intercesora ante Dios. A mí, que en la Tradición sí encuentro la manera de acercarme a comprender la Revelación con «Sabiduría». A mí, que siento el abrazo de Jesucristo cuando confirma a Pedro en el amor, y veo entonces que la salvación no es un concepto, sino un hecho que procede de una promesa. A mí, que amo a la Iglesia porque es mi madre, en la que he renacido por el bautismo. A mí, que me he encontrado con Jesucristo en la Escritura, en la Tradición y en mis hermanos, que no tengo una fe intelectual ni voy dando lecciones y que, en ocasiones con grandes dificultades, obedezco y me dejo hacer.
Querido José, la humildad del que se siente pequeño es más poderosa que la suficiencia, pues así no nos dejamos «arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas» (Heb 13,9); y el respeto por los hermanos nos exige no aplomar una «súper-sinceridad» que puede escandalizar, pues: «¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt 18,6; cf. Mc 9,42).
Tu artículo, desde mi punto de vista mezcla de sincretismo, relativismo y «buenrrollitismo», me hace daño: siento como si le pegaran una bofetada a otro en mi cara. Tengo la sensación de que vas a tope, y estás poniendo en riesgo las vidas de los demás: ¡no tienes derecho! Tus urgencias son tuyas, tus prisas son tuyas, tus frustraciones son tuyas y tus confusiones, por mor de una malentendida libertad de expresión, se hacen comunitarias. Los que no pensamos como tú, no necesariamente estamos equivocados, simplemente «no pensamos como tú»…, y tenemos derecho a hacerlo y a que no nos descalifiques por ello. Es mi humilde corrección fraterna. Por favor, reza por mí. Yo rezo por ti.