Preparamos el bautizo de su primer hijo. No están casados. Buena pareja: guapos y encantadores. Con sus dudas; con sus dificultades; con sus incoherencias a cuestas. Buenos. Según avanza la segunda sesión de catequesis, ganando confianza, descubrimos que somos antiguos alumnos del mismo colegio, aunque con una diferencia notable de años… tuvimos que parar, para no aburrir a su chica. Canturreamos el himno del colegio: ¡no digo más! A la Virgen, claro. Se lo sabía. Descubrimos también que tenemos formación en cosas comparables, estilos de vida comparables. Todo comparable. ¿Alejados? Yo diría en proceso de acercamiento.
La cosa fue derivando en cómo manifestarte cristiano, sin vergüenzas, sin ambages, en el mundo del trabajo. Compartes lo que tratas de hacer tú: que si un crucifijo sobre tu mesa; que si te persignas antes de comer, para bendecir; que si dejas claro que, por favor, delante de ti no blasfemen (aunque digan las mayores barbaridades: palabrotas aún, blasfemias no); que si comentas abiertamente que vais a celebrar un bautizo en familia… Dice ella: ¿por qué no? ¡Bingo! Eso: ¿por qué no?
Yo les digo que hacer público el bautizo ya es evangelizar. Se están enfrentando a no poca gente en su entorno social y familiar que opina que «ya se bautizará cuando sea mayor, cuando él lo decida», aderezado con todos los tópicos y lugares comunes. Luego resulta que te conoce alguien que también les conoce y que frunce el ceño mientras les dice: «¿fulano es un capillita?». Él me lo cuenta orgulloso de «haberme defendido»: «no, es diácono permanente». Dijo más cosas. Maravilla. Me siento arropado, defendido, querido.
La guinda: «¿Tú no conocerás a algún cura con el que podamos confesar?». Yo con el lagrimón pegado al ojo, aunque haciéndome el fuerte.
Versión corta: celebraré el bautizo yo. Lo he pedido y me lo han concedido en la parroquia.
En el mundo profesional hablamos de «networking». En la Iglesia, de hermanos. Mola más.