«Pero, Jaime, ¿qué problema hay en que sean los fieles los que elijan a los obispos o los que voten si les parece bien que los homosexuales se casen? La verdad, tío, eres un retrógrado». Yo escucho. Sólo le digo que la alusión personal suele llevara a sublimar posturas. No lo entiende. Le miro en silencio. «Retrógrado no es un insulto». Bueno.
Modificamos la naturaleza, y la naturaleza grita. Modificamos al hombre, y el hombre (entiéndase hombre y mujer, que en español castellano es correcto) grita. A veces grita de dolor. Otras, el grito es un exabrupto de soberbia escondido en “porqués” capciosos.
En la Iglesia católica, las cuestiones de fe y de doctrina no se “votan”. No somos nosotros quienes establecemos la ley, sino Dios; no somos nosotros quienes determinamos qué ni cómo es la Iglesia: la Iglesia es de Jesucristo y debe reflejar la imagen de su amor. Por eso, por ejemplo, los obispos no se eligen a mano alzada, sino en la tradición de la sucesión apostólica; por eso las cuestiones que tienen que ver con la dignidad del hombre no están dispuestas al abur de los vientos sociales ni de los intereses de parte. Por eso hablamos de pecado cuando ofendemos a Dios y no de errores o de equivocaciones.
Dios perdona siempre, perdona primero y perdona más. Hay que pedirle perdón; no para contarle algo que él ya sabe, sino para, con humildad, poner ante él nuestras miserias y pedirle que cargue con ellas, que nos ayude. Eso es lo que significa saberse criatura. Desnudos de todo, lo único nuestro son nuestros pecados. ¿Acaso hay alguien lo suficientemente soberbio para creer que todo lo que tiene en esta vida es fruto de su esfuerzo y de su brillantez? Lo hay. Y deberíamos hacérnoslo ver. Porque jugamos a dioses.