Hoy me voy a alargar con una reflexión fruto de muchas conversaciones y alguna discusión.
Porque esta es la cuestión: ¿Estamos malbaratando también la Eucaristía?
El matrimonio es una promesa de fidelidad y una alianza de lealtad, realizada ante Dios, para toda la vida, al cónyuge y a Dios. Lo de los divorciados vueltos a casar es cuestión secundaria, diría que menor. Hay un libro fabuloso de Maruja Moragas, ojalá nos mire desde el cielo, “El tiempo en un hilo”, que lo trata con precisión de cirujano y grandeza de miras. Habla del martirio, o sea, del testimonio. Habla de la coherencia y de la unidad de vida. Ella sufrió el abandono, la milonga del “tienes que rehacer tu vida”. Ella nos dio ejemplo.
Como muchas personas, yo también tengo amigos, grandes amigos algunos, divorciados y vueltos a casar. Hijos de nuestro tiempo, racionalistas, empiristas, superhombres, etcétera, estamos instalados en el yo tengo razón, yo tengo derecho; nos enseñoreamos mirando las cosas desde nosotros y con unos horizontes tan mezquinos, tan poco ambiciosos, que no damos ni pena. Damos “cosica”. Nos enredamos en nuestras propias justificaciones y acabamos racionalizando cualquier cosa. Para la verdad y la moral no hay atajos; pero parece que estamos tratando una cuestión de fe como si fuera una controversia al modo escolástico.
Hablar de santidad, de estar en gracia de Dios, de salvación, mueve a risa, cuando no a confusión. No pocas buenas personas, cristianos, con los que trato habitualmente, quieren ser directivos en sus empresas, anhelan el éxito profesional cuantificado en sueldo elevado, con bonus además, o en el número de personas a las que dirigen; otros, no bautizados, o alejados, con responsabilidad en las organizaciones en las que trabajan, buena gente, anhelan una espiritualidad de consumo, tangible, manejable con un joystick. Vidas de videojuego. Te presentas tú a hablarles de la salvación de su alma. Y te dicen que te respetan; que, si a ti te gusta, allá tú; pero que no es para ellos. Surfean sobre la realidad, ni siquiera nadan en ella: ¿cómo hablarles de navegar?
Por eso la prensa se hace eco del utilitarismo y acoge con grandes titulares la sinrazón del yoísmo. Quieren “interpretar” lo que dice el Papa, para apoyar posturas interesadas. En mi comprensión de la exhortación Amoris Laetitia, una de las cosas que hace al respecto de lo que nos ocupa, es cargar sobre los hombros de los sacerdotes, la responsabilidad de asumir la grandeza del sacramento de la reconciliación y del acompañamiento penitencial a las personas que sufren: ¡Les pone tarea! Amoris Laetitia trata de muchas otras cosas: del respeto a la familia, del respeto a la persona, de la espiritualidad conyugal, de la educación. Recordemos también que el papa Francisco, jesuita, nos anima constantemente, a todos, al discernimiento (simplificando: “Qué quiere Dios de mí”) y a la consolación (simplificando: “Qué me lleva a la Salvación”).
No todo es válido. “Cristo nos dejó el misterio de la Eucaristía como una prueba de amor y para que nos mezclemos en una sola carne por la comida que nos dio. Se mezcla así para que seamos un solo cuerpo unido a su cabeza. Esto es prueba de un ardiente amor…” Así hablaba san Juan Crisóstomo en el siglo IV, y continuaba: “piensa, oh hombre, que, siendo tierra y ceniza, recibes el cuerpo y la sangre de Cristo. Si un rey te invitara a un convite, tomarías los alimentos con reverencia y silencio. Dios te invita a su mesa…”.
Que Dios te invite a su mesa es algo grande, pero grande de verdad. Hay quién daría algo por acudir a una recepción con los reyes y, en cambio, no valora la misa dominical con Eucaristía. ¿Qué vemos en los templos, a qué celebraciones asistimos? Muchos cristianos dudan de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, acuden a misa como si se tratara de un ritual cuasi mágico, no como a un banquete al que Dios te invita. No se preparan para ello, pero salen a “comulgar”: ¿Qué?. Y hay sacerdotes que te dicen que recordar a la gente que no se debe comulgar en pecado mortal es meterles miedo, que no tenemos derecho a “invadir la subjetividad de los fieles” (sic; añado: ¡increíble!).
Con tanto sobar el tema de la comunión sacramental de los divorciados y vueltos a casar civilmente, lo que estamos maltratando y cuestionando no es otra cosa que la Sagrada Eucaristía. ¿Postureo social? Cierto que los pecados contra otros mandamientos no son tan visibles o no están sometidos a público escrutinio. Dios nos ha dado la conciencia para utilizarla. No se trata de pensar en términos de derechos individuales ni de mirar con ojos de culebrón situaciones personales, en las que, por cierto, un poco de discreción no nos vendría mal. Acoger no es lo mismo que dar la razón. Se trata de tener presente que estamos llamados a ser santos, que debemos rogar a Dios para que nos salve. A Dios, cuya misericordia es infinita, como también lo es nuestra libertad. Esto no sólo afecta a los divorciados vueltos a casar. Nos afecta a todos. Creedme: es más hermoso intentar ser santo que ser director general; lo sé por experiencia; como dice un amigo mío, el éxito profesional es, casi siempre, cuestión de suerte. La santidad procede del amor, de la gratuidad, de la humildad, de Dios.
¿Por qué nos da vergüenza decir que queremos ser santos?, ¿por qué no reparamos en la importancia que tiene la salvación de cada uno de nosotros? Miremos a lo importante y pidamos ayuda: es más útil rezar y porfiar por dejarse hacer por Dios, que reclamar derechos y posturear a cuatro columnas.
Por cierto, uno de esos grandes amigos de los que hablaba antes, participa en la vida parroquial y en las celebraciones, y se arrodilla en comunión espiritual como si no hubiera más mundo. Otro buen ejemplo.