No cabía un alfiler en el templo. Hasta los topes: y la nave, en la parroquia del Buen Suceso de Madrid, es grandecita. Una misa larga: dos horas. Cantando y rezando. Más parecida a la liturgia en rito hispano, que a la romana a la que estamos habituados. Allí no se movía nadie, si no era para besar las manos del obispo, para cantar o para contemplar de cerca los iconos “que te miran a ti”.
Enternece ver a los niños pequeños que se acercan a comulgar, con los brazos cruzados sobre el pecho, y responden con su nombre cuando el sacerdote, al distribuir la comunión, les dice «el servidor (o servidora) de Dios, “aquí responden con su nombre”, recibe el sagrado Cuerpo y la preciosa Sangre …». Y no han montado follón. En dos horas. Me comenta un sacerdote ucraniano que es lo normal, que se comportan como ven a sus padres hacerlo: «Los niños son como cámaras de video, graban y graban lo que ven, y buscan cómo reproducirlo. ¿No estás de acuerdo?». Silencio por mi parte.
Me hizo otro comentario al «dos por uno» de la gente que llega a misa con la hora pegada, y quiere confesarse y «que le valga la misa». «También nos ocurre ―me dice―, se ponen en cola, pero yo les digo: “Cuándo te invitan a comer a una casa, ¿llegas sucio y pides que te dejen pasar a ducharte antes de sentarte a la mesa, mientras los demás ya están esperando?”». No comment.