Llevo unos días rodeado de gente buena. Gente que reza. Gente que hace cosas por los que viven a su alrededor. Me piden «que no hable de ellos»… o sea, que no les identifique. Ellos mandan…
Lo que más impresiona y arrastra de la bondad es su aliento, el ardor generoso que la impulsa y nos hace advertir en ella al hombre preocupado por la suerte de sus semejantes, en cada momento y hacia el porvenir.
La bondad ve la verdad y se somete a ella: se somete y le dice, sostenida por el pensamiento de que hay una puerta abierta, que ella conoce el secreto de la belleza y que todos los que compartimos su vida recibimos de ella la fuerza de su cariño. Tan pronto la esperanza prevalece sobre la inquietud, ahí está la bondad desenredando el nudo de las cosas que hacen brotar el interés y la pasión a partir de las cuestiones más cotidianas.
La bondad hace de lo cotidiano algo sólido y concede a cada espacio su protagonismo. La bondad hace del día a día un acontecimiento y mima las palabras. La bondad acicala las conversaciones y las adorna con el esmero del interés; así consigue que cualquier comentario sobre cualquier tema parezca lo más importante que ha ocurrido en el mundo hasta ese momento.