Me vais a permitir que vuelva a un lugar recurrente, “El Principito” (Saint Exupéry). Cito:
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.
—¿Por qué vendes eso? —preguntó el principito.
—Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Lo que cada uno quiere… »
«Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos —pensó el principito— caminaría suavemente hacia una fuente…»
Como espejo, no está mal del todo.
Convendría abandonar los corsés del razonamiento circular, olvidar las profecías de autocumplimiento y recordar que la historia es lineal, que no hay un eterno retorno (eso que algunos se empeñan en llamar ciclos y que, según ellos, lo explican todo) y que tendemos a mejorar como individuos y como sociedad. Pero las cosas no se arreglan solas.
Deberíamos fomentar que los moralistas participaran en la economía, ponerlos en el lugar que ahora tienen los matemáticos y los nuevos ingenieros de la sociedad. Esta crisis no es igual que ninguna anterior, como ninguna anterior lo fue igual que las precedentes: ¡basta ya de manipulaciones socio-históricas! Afrontamos los cómos y paraqués de la mundialización, sin habernos preguntado por el porqué de la misma ni haber querido comprender bien qué es y qué significa.
Hablamos de valores y de contravalores (los criterios en función de los cuáles actúas) sin haber dedicado tiempo a aprender qué es la diversidad (no sólo la cómo manejo) ni a analizar y determinar cuáles son mis valores y los de mi empresa, y asumir que no todo está permitido.
Aprender, instruir e instruirnos no es ni una pérdida de tiempo ni una estupidez. Lleva tiempo y cuesta algo de dinero. Quizá tengamos que renunciar a cosas y cambiar de estilo. Vale la pena.
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