En primera persona del singular: yo. Un falso sentido de lo comunitario está sirviendo como escudo, o se está utilizando se modo espurio en los últimos años. Vaya esto por dos cosas que me han ocurrido en los últimos días, una en el ámbito profesional y otra en la celebración de un bautizo.
Ámbito profesional. A comienzos del pasado mes de junio, una persona, para tratar de defender una determinada posición, es decir, buscar su interés, se escudó primero en un plural, «hemos pensado» y, después, en un impersonal, «se piensa». Se trataba simplemente de alguien que quería cambiar su turno de vacaciones a última hora, por una cuestión de conveniencia sobrevenida (o sea, que le invitaban a algo con lo que no contaba, pero que le atrae poderosamente). En lugar de abordar el asunto de forma directa, primero con sus compañeros y después con su jefe directo, escaló más arriba y me planteó las cosas diciendo: «Hemos pensado que convendría ajustar las vacaciones a las cargas reales de trabajo». Respuesta mía: «Hemos pensado… ¿quiénes?, ¿cuándo?, ¿a estas alturas?, ¿cómo lo habéis documentado?» Reacción: «Bueno, es que en general se piensa que…». Nueva respuesta: «Fulanita, las cosas no se piensan solas. ¿Me quieres contar qué es lo que quieres?» Silencio. No tuve más remedio que convocar a su jefe directo, preguntar si estaba yo equivocado en cuanto a «las cargas reales de trabajo», deshacer el nudo y perder un par de horas de trabajo. Tomé algunas decisiones que no gustaron a esa persona. Su comentario de pasillo posterior fue «y encima va de cristianito por la vida». Eso lo supo porque había un crucifijo sobre mi mesa y me lo preguntó. Por lo menos sólo tiraba contra mí y, en este caso, no generalizaba; aunque para lo anterior hubiese metido en un buen jardín a sus compañeros.
Bautizo. Con qué cara me miraban los asistentes a un bautizo cuando, al llegar a las «renuncias y profesión de fe» les dije que se responde en singular: «sí renuncio» o «sí creo». Me detuve un momento a explicarles que uno no sabe lo que hay realmente en el corazón de los demás, aunque lleves años conviviendo con otra persona y la conozcas, o eso pienses, razonablemente bien. Además, se trata de abordar una posición individual ante Dios. Y de hacerlo en singular: nadie puede renunciar ni creer por ti, ni tú tienes derecho a forzar su libertad para renunciar o creer por él o ella. Jesucristo nunca obró así.
Ocurre que la libertad de los demás se convierte en «menos libertad» cuando toca escudarse en el plural para defender los intereses propios: ¡eso es exactamente el relativismo moral! Revestir de «nos interesa» el «quiero» es un recurso cobarde. Una cosa es buscar el bien común y acercarse a los demás, y otra muy distinta es esconderse en los demás para ver cómo manipular las cosas. Y si no tienes clara tu posición, o si deseas o necesitas algo y sabes que puede resultar inconveniente para otro, actúa con gallardía, di lo que quieres, di que no te atreves a contestar, o cállate. Y acepta, humildemente, que los demás recen por ti, aunque no hablen por ti y no se adueñen de tu opinión, de tus sentimientos, de tu ¿vida?