Asesorar a una persona, a un cliente, incluye con frecuencia decirle lo que no quiere oír. Se molestan. ¡Ya lo creo! Pero es tu obligación.
Llevo unos días trabajando con un directivo que ha terminado por dar las gracias al espejo. Indiferente ante las emociones de las personas a las que dirige, estaba llegando a indignarse por «tanta debilidad» (¿?), a acusarles veladamente de falta de implicación con los objetivos de su departamento, a favorecer rumores que podrían comprometer a dos de sus colaboradores (o sea, a acusar de tapadillo) y a postularse como víctima («¿pero qué he hecho yo para que me toque esta pandilla…?»). Un silencio largo y pesado fue parte de mi respuesta. Le pregunté después si le molestaría una reflexión apoyada en el Evangelio. Me contestó que no, que, aunque no frecuentara la misa dominical, estaba bautizado, educado en el cristianismo y lo veía con simpatía. Le dije que me estaba recordando al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo (el inconsciente te trata así, pues «cayó» el domingo pasado).
Sonrisa. Él nunca había reparado en esa persona. Hicimos una lectura comprensiva de ese pasaje (me ganó encontrándolo en el móvil). Lo mejor fue llegar a lo de las «malas mujeres»: ¿dónde lo dice la parábola?… en ninguna parte. O sea, que es un infundio… ¡tocado! A partir de ahí, identificar la terquedad, el victimismo, la indignación infundada, fue coser y cantar.
Cuando no hay gratitud, entramos en las comparaciones, en las quejas, nos endurecemos. Cuando no hay gratitud, desaparece el nosotros. Le pedí que identificase la cantidad de cosas, en lo profesional y en lo personal, por las que tenía que sentirse agradecido en su vida. Volvió a sonreír.
La situación profesional que debe abordar no es simple ni evidente. Ahora la mira con paz: ha pasado de ser un muro a ser un reto. Y me ha dicho que a lo mejor va este domingo a misa. A la pregunta: «¿cuál es el evangelio?», le he respondido que lo mire en internet. Palmada en la espalda.