Las hojas tiesas y amarillas de los plátanos cubrían casi todo el camino hacia casa. Tarde llegó un otoño inusualmente seco. Frío. Un hombre, embozado en un pasamontañas, con gafas aparatosas y con un ventilador orientable, iba empujando las hojas hacia la cuneta. Más allá tenía un rastrillo, acunado entre las ramas bajas de las piceas. No contestó al «buenos días» porque no pudo oírlo ─pienso. Tampoco reparó en mí. Probablemente sí que me vio, pero no me miró; ¡tan ensimismado estaba en su vaivén de oso polar en el zoo, moviendo su ventilador, como si bailase perdido en una jaula triste!
Le saludé en voz alta. Me respondió, de forma mecánica, una señora que caminaba a unos cuantos metros, reclamada por el saludo, pero sorprendida, quizá extrañada, por el saludo. Diría que contenta, a tenor de la sonrisa que se le dibujó en los ojos; porque no le vi la expresión de los labios: iba cubierta por una bufanda. Hacía mucho frío. Acababa de sujetarse la luz al día. Él, el del ventilador, digo, no contestó nada. A lo suyo, seguía empujando las hojas y haciendo montones, cada vez más alejado del rastrillo. ¡Lastima no poder quedarme a buscar un asiento desde el que contemplar su trabajo durante un buen rato!
No parecía tener prisa. Yo quizá sí. O sea, que él a lo suyo… y yo a lo mío.
Se empañaron los cristales del coche y tuve que aguardar lo que me pareció mucho tiempo. No me atrevía a conducir con poca visibilidad. Apenas lo que dura una decena; pero, ya digo, me pareció mucho. Cuando arranqué, el jardinero había avanzado, calle abajo, lo menos cien metros. Cada vez más lejos del rastrillo.
Atasco en la primera rotonda. Me doy cuenta de que he olvidado en casa el ordenador y los papeles que necesito para la reunión a la que voy. Doy la vuelta. Tardo en encontrar sitio para aparcar. Subo a casa corriendo. Cuando me dirijo de nuevo al coche, el ventilador pegado a un hombre sin rostro sube la cuesta por el carril contrario al anterior. Hay más orden del que imaginaba: cada quince o veinte pasos se ve un montón de hojas que han tirado los árboles y papeles y colillas que han tirado algunos hombres. Mucho cochino suelto, pienso y me digo en silencio. Lo veo y lo miro porque el atasco de la rotonda es monumental: han chocado dos coches y un autobús está atrapado. El conductor pita y suspira. Yo llamo por teléfono a la persona con la que he quedado y le advierto de que voy a retrasarme.
El jardinero se detiene. Levanta las gafas, se aparta el pasamontañas y saca un cigarrillo. Coloca el ventilador en el suelo. Fuma con caladas largas. Bajo la ventanilla y le pregunto por el rastrillo. Por curiosidad: ¿no está muy lejos?
«Lejos para qué», me contesta. «Pues… para recoger las hojas», le digo yo. Entonces me explica que pasará una barredora ─es un vehículo─ de la que bajará un compañero suyo e irá embolsando las hojas, separándolas, en la medida de lo posible, de los papeles y las colillas. El rastrillo lo lleva para tener compañía, que la mañana se hace muy larga y así se acuerda de cuando uno lo tenía que hacer todo solo. Le da conversación, él al rastrillo, y le cuenta cómo van las cosas. No hablar con nadie durante horas, con un ruido tan molesto como el del ventilador, es tan triste como pesado. Le digo entonces que yo le saludé y no me respondió. Me pidió disculpas: iría a lo suyo, rezando rosarios, que le entretiene y esponja por dentro ─literal. Y me dice que, la próxima vez, le haga señas o le toque el brazo, que no le molesta. Así se para un momento y me invita a un cigarrillo. No fumo. «¡Es igual! Yo sí. Y usted me da conversación».
Se aclara la rotonda. Me pongo una gafas de sol para no deslumbrarme; enciendo la radio para que me hable alguien, que, si no, el trayecto se me hace largo y, además, no me gusta el ruido de los coches…