Hay una diferencia, nada sutil, entre mirarse al espejo y verse reflejado en el espejo. Lo primero tiene un punto narcisista: todos lo hacemos, queremos ponernos guapetones, aparentes, maquillar un poco lo que vemos. Lo segundo es más severo: desde lo profundo de las entrañas, ves lo que eres. Puedes decidir dejar las cosas como están, corregir lo que no te gusta, corregir lo que no debe ser, aunque te guste, o entrar con pico y pala a hacer reformas. No todas las opciones son igualmente válidas. Ni legítimas.
El error es una opción, no una justificación.
El espejo que tenemos todos es la memoria. Decía san Agustín que uno se puede encontrar a sí mismo en la memoria, que la memoria temporaliza lo real. O sea, que la memoria conecta al hombre con su vida. Por eso nos da tanto miedo confesar. Más miedo que vergüenza. Y también nos da vergüenza: porque nos vemos desnudos y tratamos de taparnos con lo primero que tenemos a mano, pensando ¡tontos de nosotros! que Dios no nos ve. Dios sabe las cosas, lo único que quiere es que nosotros también las veamos, después las miremos, le pidamos perdón, le pidamos ayuda, pongamos los remedios necesarios –si es el caso– y salgamos a seguir conectando con nuestra vida… hacia los demás.
Hay amaneceres oscuros. ¡Qué delicia es poder salir de casa a oscuras! Si encima un fresco cortante te toca la cara recién afeitado –lo siento por las señoras, no sabéis lo que os perdéis–, el espejo adquiere el azogue perfecto para mirar: para mirarte adentro y buscar los porqués de los qués en los que estás metido.
Hay un anhelo de Dios escondido en lo profundo de cada persona. Pero ese deseo puede ser muy difícil de encontrar o de escuchar. Nuestras vidas están llenas de todo tipo de actividades estresantes. A veces, después de experimentar algo realmente importante, nos damos cuenta de qué va todo esto. Es en ese momento cuando aprendemos a escuchar la voz de la conciencia, que nos habla de la diferencia entre el bien y el mal, y que en última instancia apunta a Dios. Hay signos de la existencia de Dios en el mundo. Observa la complejidad de la vida y de la creación: ¿es mera casualidad? ¿O está Dios detrás de todo? Mírate en el alma, que es la conciencia de la conciencia, y respóndete que eres humano de verdad.
En los amaneceres oscuros, si llegas al punto de escuchar a tu conciencia y quieres conocer mejor a Dios, entonces crees aún con mayor certeza que existe y que te quiere. A fin de cuentas, la fe es un don de Dios y la valoras más cuando rezas pidiéndola. Igual que hizo el hombre cuyo hijo se hallaba gravemente enfermo, puedes decirle a Jesús: «Creo, pero ayuda a mi falta de fe» (Mc 9,24). Cuando estás convencido de que Dios existe y de que puedes vivir en la fe, entonces superas cualquier dificultad, ¡no porque ya no exista, sino porque ya no te enfrentas a ella solo con tus fuerzas!
Entonces te estás viendo enteramente reflejado en el espejo, no estás trampeando la realidad para parecer lo que no eres. Y no me vale eso de que tienes poca memoria: todos tenemos buena memoria, un poco selectiva en ocasiones, algo desentrenada con frecuencia. Somos también alérgicos al papel y lápiz, a hacer una lista con nuestras inmundicias y a llevarlas ante el único que sabe cargar con ellas, que puede ofrecernos soluciones, que quiere limpiar y curar nuestras heridas. Nos escudamos detrás de no pocas excusas para no llamar a las cosas por su nombre: vergüenza y miedo.
No es momento para pamplinas: ¡Que Dios está naciendo en un pesebre para que te acerques a saludarle! Así, Niño, te gana desde la ternura y «te impone menos».
Por eso me gustan tanto los amaneceres oscuros, porque estás a solas con Él, dejas que te acaricie como sólo él sabe… y tiras de moviola. Hay que madrugar, es la única pega.
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