No creía yo que asperjar agua bendita fuera tan divertido (y perdón por lo coloquial del adjetivo) ni tuviera un efecto tan gratificante sobre las personas. Bueno: a mí me gusta recibirla y sonrío cuando ocurre, o sea que… A lo que iba: nos pidió una feligresa que fuéramos a bendecir un botiquín (las dependencias, no la caja, aunque también podría haber sido) de nueva apertura en una institución cercana a la parroquia. Me he encargado yo. ¡Tremendo!
Con el Bendicional a mano y un hisopo de bolsillo, me planto en el botiquín. Preciosa la oración. Muy acogedores quienes me recibían. Algunos sorprendidos, porque no sabían «que se hicieran estas cosas». Fervorosos unos, respetuosos otros, amables todos. «Esta bata ya no la lavo»: no pude contener la risa. ¡Qué grande saber que hemos pedido a Dios todopoderoso que les acompañe siempre en su dedicación a los enfermos!
He tomado un café con ellos. No he podido quedarme a más, aunque habían preparado unos pinchos en la cafetería del centro. Les he pedido disculpas, pero el trabajo manda: paso por la parroquia, guardo el libro en su lugar, devuelvo el hisopo y marcho a visitar a un cliente. ¡Gracias, Señor!