Conchi, de la comunidad de Eulalia, en la parroquia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (Mérida) es madre de un joven con discapacidad
Todo el embarazo fue bien, sin problemas, pero en el parto todo cambió. Fue muy deprisa, me dijeron que me iban hacer la cesárea porque ya no había tiempo para provocar el parto. Cuando mi familia me informó, me dijeron que el niño estaba muy grave y que si seguía adelante no se sabía cómo quedaría.
Para mi fue un gran impacto esa noticia, pero era la realidad que había. No me atendieron a su debido tiempo y Javier había tenido falta de oxígeno y tragó líquido amniótico.
Tener a mi hijo era mi gran ilusión y no sabía ni siquiera si podría tenerlo en mis brazos, tocarlo, acariciarlo, besarlo. No pude verlo; cuando nació, tuvieron que ponerle la respiración artificial y se lo llevaron a la incubadora. Lo vi al tercer día a través de cristales. Estaba lleno de cables y goteros.
Me comentaron que una monja del hospital lo había bautizado.
No entendía por qué había pasado todo esto cuando yo durante el embarazo fui haciendo todo lo que el médico me decía.
A pesar de todo, sentía que Dios estaba conmigo, Él puso a Javier en mi camino y, fue a través suya cuando empezó a producirse un gran cambio. Era mi hijo, al que yo había deseado tener y que, a pesar de sus circunstancias, yo quería y era un regalo de Dios.
Esta experiencia me hizo descubrir a la vez qué había sido en mi vida lo importante; me hizo darme cuenta de que muchas veces me había preocupado por cosas que no tenían importancia, había vivido problemas que en realidad no lo eran. Me cuestionaba qué era lo que tenía y consideraba como de mi propiedad, porque mi hijo, algo tan mío, era de Dios y se lo podía llevar.
Vi que tenía que luchar y hacer todo lo que estuviera en mi mano para que él siguiera adelante. Necesitaba una gran dedicación y medios para que fuese progresando. Me encontré con muchas dificultades en la sociedad, incluso con algún familiar. Y también en el colegio, donde no había aceptación por parte de padres que no tenían estas circunstancias.
Yo nunca me había fijado en estos chavales que tenían discapacidad intelectual, para mi habían pasado desapercibidos. Pero el descubrimiento del gran mundo de la discapacidad fue el descubrimiento del Evangelio, fue conocer y tratar a personas que van regalando amor, ternura, sencillez y tantos otros dones de los que Dios los ha dotado.
Tuve la oportunidad, casualmente, de encontrarme con una amiga que me dijo que iban a venir a Mérida personas del movimiento Fe y Luz, que acogía a personas con discapacidad intelectual, familias y amigos. Fue una gran alegría para mí, porque me había preguntado muchas veces por qué existían tantos grupos de catequesis, matrimonios, formación… y para estas personas no había nada específico.
Fue algo precioso. Era vernos unidos dentro de la comunidad para compartir oración, experiencias, alegría, adversidades… Era ir descubriendo cómo Dios, a través de personas vulnerables, se hace grande y fuerte.
Estas personas están dotadas de unos sentimientos y una grandeza que solo Dios puede dar. Ellos son luz para nosotros.
Conchi Fernández