Ha terminado el Sínodo de los Obispos: durante tres semanas, la atención de la Iglesia y también de gran parte de la sociedad se ha centrado en la familia. Es verdad que, en este tiempo, se han escuchado muchas quejas y dificultades: los problemas a los que se enfrentan las familias, que a veces parecen sin solución; la necesidad de hacer algo para cambiar las cosas; y la dificultad, por qué no reconocerlo, de ponernos de acuerdo para hacer las cosas juntos sin imponer los propios criterios.
Y, sin embargo, el texto final es un grito de esperanza: los Padres Sinodales reconocen que la familia sigue siendo lo más importante para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de todo el mundo. Y el mejor lugar para crecer, amados por nosotros mismos.
Señalan también medidas para ayudar a vivir mejor la vida de familia; medidas que son igualmente aplicables, en su mayoría, desde cualquier institución no confesional: preparar a los jóvenes para la vida de familia; apoyar los primeros años de matrimonio, siempre delicados; atender con especial cuidado y urgencia a las familias en situación de riesgo (violencia, abusos, soledad…) mediante una red de ayudas concretas.
Estas medidas que apuntan los Padres Sinodales no pueden quedarse ahora en un documento, mera teoría. Exigen ser llevadas a la práctica: no será fácil (¿qué proyecto que merezca la pena dedicar toda la vida es fácil?), pero ya tenemos señalado un camino por el que podemos empezar a andar: y por esta vía, estoy convencida, más allá de las dificultades lo mejor para la familia está por venir