Alfredo Morser, un mecánico brasileño, ante la falta de electricidad y los continuos cortes de luz en Minas Gerais, uno de los estados más pobres de Brasil, ideó en 2002 una lámpara que no precisara electricidad. Nigeria es uno de los países más cálidos de África y con menor suministro eléctrico. Millones de personas tienen el problema de que sus alimentos se estropean con facilidad y el profesor Mohammed Bah Abba quiso dar respuesta a esta necesidad. Inventó la nevera del desierto. Dicen que la necesidad es la madre de la creatividad; por eso, los más pobres se las tienen que ingeniar para solucionar los problemas a los que se enfrentan cada día
El invento del brasileño Morser consistió en una botella de plástico transparente, colocada en la mitad en el techo (muchas veces de chapa metálica o de plástico), llena de agua y cloro, que funciona como blanqueador. De esta manera, cuando la luz del sol cae sobre la botella, el agua refleja la luz con una intensidad igual a la de una bombilla de 60W.
Morser llamó a este invento botella de la luz y no lo patentó porque quiso que beneficiara al mayor número de personas. Él es de los que piensan que la luz debería ser gratuita y accesible para todo el mundo. «Es una luz divina. Dios nos dio el sol, y la luz es para todos. Quien lo quiera utilizar que lo haga y que ahorre dinero. Además, no te puede dar una descarga eléctrica y no cuesta un centavo», asevera.
Su invento ha dado la vuelta al mundo y cada día crece el número de hogares iluminados con su botella de luz. Ya son cerca de un millón de personas las que lo utilizan.
La nevera del desierto
El sistema de funcionamiento de la nevera del desierto es similar al del botijo español. Una vasija de arcilla se mete dentro de otra y entre las dos se coloca arena mojada. Al evaporarse el agua, se enfría la arena y el botijo interior. De esta manera conserva los alimentos durante semanas y se evita que se estropeen. Tiene un coste aproximado de un euro. Ya se han beneficiado del invento del profesor medio millón de personas en Nigeria, Camerún, Sudán, Níger, Chad y la República Democrática del Congo.
La silla de ruedas Mekong

Foto: Manos Unidas
Indescriptible es el sufrimiento del pueblo camboyano. Después del genocidio que acabó con la vida de 1,7 millones de personas –aproximadamente la cuarta parte de la población–, llegó la invasión de Vietnam en 1978. Este conflicto duró hasta 1991 y sembró Camboya con ocho millones de minas antipersona.
Muchas de estas minas se colocaron en arrozales donde la población más pobre era la víctima. Los que han sobrevivido, han quedado inválidos y disponer de una silla de ruedas o una prótesis es algo inalcanzable. El obispo de Battambang, el jesuita español Kike Figaredo, lleva desde 1990 en misiones de paz y reconciliación en Camboya. Figaredo y los propios discapacitados han diseñado y perfeccionado la silla Mekong en función de sus necesidades y teniendo en cuenta las características del terreno.
El obispo, además de acoger a niños discapacitados por las minas, ha impulsado su fabricación en un taller donde trabajan 18 personas y ya han fabricado más de 22.000 sillas.
Estos inventos son solo un botón de muestra de cómo los conocimientos puestos al servicio de los demás, con medios sencillos, pueden transformar la vida de muchas personas.
Jesús Berenguer Zamorano