Confieso que el académico y escritor Arturo Pérez Reverte es “santo” de mi devoción como periodista, como articulista y como persona. Es decir que lo quiero como amigo, lo admiro como reportero y leo sus artículos y sus ocurrencias con verdadero deleite, aunque no lleguen a entusiasmarme de igual modo todas sus novelas, ni siquiera su serie de espadachines alatristes.
Adelanto que fuimos compañeros en el diario “Pueblo”, cuando Arturo todavía era un chaval al que le hervía la sangre -¿o era la tinta que ya corría por sus venas?- cada vez que estallaba algún conflicto en cualquier parte del mundo, en espera de ser enviado para contarlo. Apenas había cumplido los quince años cuando estalló la “guerra de los seis días”, pero estoy seguro de que ya entonces le hubiera gustado presenciarla en directo para informar a sus compañeros de instituto sobre los movimientos estratégicos de Israel frente a todo el mundo árabe, aquél mítico y engañoso David contra Goliat. Pero no le faltaron guerras por “cubrir” desde las mismas trincheras, apenas puso los pies en el periódico madrileño que entonces dirigía Emilio Romero.
Diez años después me tocó a mí dirigirlo y, para entonces, Arturo -como otros inolvidables compañeros “enviados especiales”, Vicente Talón, Vicente Romero…- tuvo ocasión de informar de guerras como la ya olvidada de Chipre o la siempre latente del Líbano, como la de Eritrea donde estuvo “desaparecido” durante dos meses en los que personalmente viví la peor de las angustias que pueden vivirse desde la responsabilidad de quien era entonces su jefe… Solo hace unos días supe lo que de verdad le pasó y que ha contado en ABC al hablar en una entrevista de su más reciente novela: que contrajo una disentería en plena guerra y que un guerrillero eritreo le salvó la vida llevándole agua para que no se deshidratara.
No faltó después a la cita obligada de la “Marcha Verde” de Hasan II sobre el Sahara, de la que justo ahora se cumplen 40 años. “Pueblo” nos envió, a mí a Rabat; a él, cómo no, al desierto junto a las confusas tropas españolas. Más tarde llegaron las Malvinas, Nicaragua, Sudán, Angola… para desembocar en las guerras de Croacia y Bosnia ya como enviado de TVE. Así hasta que escogió la libertad de escribir sin que nadie le mandase. De aquellos conflictos vienen algunas de sus novelas… y nuevas y entrañables amistades como la que mantiene desde aquella estúpida guerra argentino-británica, con el escritor bonaerense Jorge Fernández Díaz, unidos por la admiración mutua.
Bueno, he recordado todo esto que solo es un aperitivo de nuestra convivencia profesional y humana, precisamente para referirme a la conversación que hace poco mantuvieron Pérez Reverte y Fernández Díaz, con Juan Cruz como testigo, durante la celebración del “Getafe Negro”, un certamen cultural dedicado a glosar -enaltecer, más bien diría- la novela negra, de la que ambos son maestros. En este marco, contó Arturo que hoy en día el valor, -la valentía, la dignidad, la lealtad, el coraje de decir la verdad…- está mal visto y como ilustración añadió que días atrás había oído en la radio a un imbécil decir que había que reivindicar la cobardía.
En el fondo, como siempre hace en sus artículos, Arturo estaba haciendo un retrato de la decadente y rufianesca sociedad española, de la que han desaparecido hasta los gestos de urbanidad como ceder el asiento del autobús a una señora. De paso, al socaire de la reciente polémica sobre el fatuo y empalagante “sexualismo gramatical” en boga, mantenida con otro académico “políticamente correcto”, tuvo la ocasión de enviar un “regalo” lingüístico a la alcaldesa de Madrid, al recordar que su amigo argentino rinde homenaje en su última novela al valor de los hombres y de las mujeres, “de Getafe y Getafa, de Arturo y Artura”… La ofrenda no podía haber sido más certera, si bien el diálogo le dio después la oportunidad de afirmar que la mujer “es más mala cuando hay que serlo, y más cruel, porque está cerca de la vida: ha parido y durante siglos ha sido rehén del hombre y tiene más conciencia de la vida”. Obviamente, doña Manuela ya había pasado a otro lugar y no figuraba en su alusión.
La frase, con toda su miga, que acaso no puedan digerir las feministas que nunca han parido, me ha llevado, como contraste, a la de un clérigo ilustre, al que se le atribuyó engañosamente la negación del voto a la mujer conla supuesta justificación de que ha pervertido su valor femenino para convertirse, desde otra óptica, en rehén del sexo y de la libertad para matar al concebido.
De ser ciertas, el clérigo, ciertamente, se habría pasado bastantes pueblos al rechazar el valor de la mujer como votante. Pero no lo fueron, afortunadamente. O fue un malentendido o una maldad más de las muchas que ha soportado. El propio clérigo, fustigador de la ideología de género, reconoce que la mujer, quierase o no y al margen del feminismo radical, es una auténtica heroína de toda la historia, desde la aparición del género humano. Si la mujer no existiera como madre, no estaríamos aquí… Dicho todo lo cual, incluida mi admiración y mi cariño por el más ilustre de los cartageneros de nuestro tiempo, don Arturo Pérez Reverte, me encantaría que el académico dedicara alguno de sus artículos al valor de la mujer capaz de estudiar, de trabajar, de enamorarse. de casarse para toda la vida aunque la cosa luego falle; de traer hijos al mundo, de educarlos en valores humanos, y de dejar tras de sí toda una generación de valientes que, a su vez, estudian, trabajan, se enamoran, se casan, asumen la responsabilidad de tener hijos, etc. etc…