Ahora que se acerca el fracaso de la investidura de Mariano Rajoy como presidente, lo que nos abocará a la repetición de elecciones en día de Navidad -¡oh que escándalo…!- llega el momento de que los votantes católicos hagamos un buen examen de conciencia. Los periodistas no tenemos una bola de cristal que nos revela el futuro con más o menos claridad; sólo contamos con los hechos, algunas intuiciones alimentadas por la experiencia… y nuestras convicciones morales o, si se quiere, religiosas.
Con estos elementos como argamasa me hice una pregunta el pasado 21 de diciembre: ¿Quién tiene la culpa de que Rajoy perdiera su mayoría absoluta? Realmente no me preocupó mucho el histórico “no” del ambicioso Pedro Sánchez, mantenido hasta el día de hoy, después de las segundas elecciones del 26-J. Puede que para los dirigentes del Partido Popular constituya un alivio culpar al PSOE del bloqueo político y de todo lo que va a venir a continuación, empezando por el castigo de Bruselas y el descrédito de España como una nación cainita que nos acerca cada día más a nuestros vecinos subsaharianos.
Pero de esta situación que vivimos, no es solo “culpable” la postura del socialismo sanchista: la culpa principal la tienen los propios votantes del PP que decidieron retirarle su confianza después de haberlo aupado a una mayoría absoluta, mal gestionada. Para explicar esta afirmación hay que remontarse al programa electoral que sirvió a Rajoy para derrotar al prepotente PSOE de Rodríguez Zapatero, el que nos trajo la ley de divorcio libre, la reforma del código civil -en definitiva, de la conducta social- la ley del matrimonio homosexual, la educación para la ciudadanía, etc. Rajoy prometió derogar o reformar todo eso que tanto repugnaba -y repugna- al votante católico. Pero Rajoy se encontró con una crisis económica casi insospechada y se dedicó a atajarla con olvido total de sus promesas electorales.
No pretendo decir con esto que el conjunto el electorado del PP estuviera de acuerdo con ellas y la prueba está en que le ha seguido fiel en buena parte de votantes. Pero otra parte, en su mayoría constituida por católicos decepcionados, le ha retirado su confianza. Si en algún momento se pensó que Rajoy podía ser la esperanza de una regeneración moral de la vida pública, todo se vino abajo no solo por el incumplimiento de las promesas electorales que movieron en conciencia a los católicos, sino por los numerosos casos de corrupción que empezaron a brotar.
Si el PP fue, en su momento, un reducto del humanismo cristiano, dejó de serlo a lo largo de una legislatura decepcionante incluso en el aspecto social. La crisis económica, bien es verdad, exigía austeridad en el gasto público, pero lo que hoy se le achaca a Rajoy desde la izquierda, es que no ha sabido ser equilibrado. Y como muchos recordarán, el propio Papa Francisco, con la Doctrina Social de la Iglesia en la mano, ha llegado a decir que “la economía mata”, porque matar es dejar a las personas sin perspectiva alguna de trabajo. Se ha dejado crecer así la economía sumergida, la evasión de impuestos… y la picardía de los ricos para llevar sus cuentas a paraísos fiscales.
¿Y ahora qué? Una vez castigado Rajoy en las urnas de manera reiterada, nos encontramos ante una realidad que acaso los católicos decepcionados no habían previsto. Tanto los políticos como los analistas habituales repiten hasta la saciedad que los resultados electorales suponen un mandato imperativo de negociar, de consensuar, de pactar para hacer posible un gobierno. Y aunque no parece que vaya a prosperar este mandato por el empecinamiento de Sánchez en fulminar a Rajoy, resulta evidente que aquellas razones de los votantes católicos para castigar al PP han dejado por completo de tener sentido. Ahora, el PP no tendrá más remedio, incluso en caso de una tercera repetición de las elecciones, que pactar con otro partido desprovisto de toda seña de identidad cristiana. Olvidémosnos para siempre -bueno, un “siempre” político- de recuperar siquiera alguna de las viejas promesas del PP. Ahora nos llega la ideología de género con toda su pujanza de “modernidad”, es decir, de erradicar de la sociedad los últimos indicios de la civilización cristiana.
Puede que vengan los islamistas a tomar las riendas abandonadas por los políticos cristianos, tal como ya anunciaba hace décadas el ideólogo sudanés Hasan El Turabi. Pero acaso lo que toque ahora a los católicos, más que lamentar los errores cometidos a la hora de votar, es supervivir. Y dentro de la supervivencia habría que pensar -¿por parte de quién…?- en suscitar un “lobby” católico, al estilo de los viejos “lobbies” judíos y protestantes de Estados Unidos -ahora el multicolor internacional de los gais- para influir en la reforma de las leyes o, al menos, de la costumbres: desde la castidad al esfuerzo, desde la honestidad a la lealtad, desde el perdón a la misericordia…
Eso no lo pueden hacer los partidos políticos, ni ninguna de las ideologías rampantes que quieren otra cosa muy distinta. Eso es cosa de l0s laicos católicos, de las catequesis, de la educación impartida en los colegios supuestamente religiosos y, obviamente, de la jerarquía eclesiástica. No basta con las denuncias proféticas que de cuando en cuando proclaman algunos pastores. Es la hora de trabajar en serio para no perder nuestra identidad, nuestros principios, nuestras virtudes… A ver, ¿conde están esos “lobbistas”? ¿Dónde se refugia el pensamiento católico?