El próximo 15 de marzo se cumplirán cinco años del comienzo de la guerra civil en Siria. Como un anticipo de esta “celebración”, el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, anunciaba en Amman, la capital jordana, la proximidad de un alto el fuego, de acuerdo con Rusia… mientras el Daesh volvía a sembrar la muerte en medio de las ruinas de Damasco y Homs, con nuevos atentados.¿Un anuncio más de que la guerra civil en Siria no solo seguirá sino que perdurará otro lustro o acaso decenios?
Lo que está pasando en Siria es algo más que una guerra civil, por cierto comparada por algunos analistas con la española de 1936-1939. El origen es bien conocido: la resistencia del régimen “revolucionario” de Bachar el Asad, asaltado al socaire de las mareas de la “primavera árabe” que ya habían derrocado a los dictadores tunecino, egipcio y libio. Muchos observadores se preguntaron entonces si esa oleada de protestas que dieron alas al islamismo, pasarían por Arabia Saudita y los emiratos del Golfo. Absurda cuestión: el régimen teocrático de Riad había sido –y es- el principal protector del radicalismo islámico, en su vertiente más fanática, el wahabismo.
Allí no hacía falta ningún movimiento para derrocar al régimen saudí, aunque se daba la extraña paradoja de que el Reino había entrado, desde la primera guerra del Golfo para desalojar a Irak de Kuwait, en la órbita de los enemigos de Al Qaída, por entonces el principal grupo del terrorismo islamista, dirigido entonces por el poderoso Osama Ben Laden. Otra paradoja aún mayor es la alianza que desde 1945, mantiene la familia real saudita con los Estados Unidos, basado en un tratado firmado por el presidente Roosevelt y el rey Abdelaziz a bordo del destructor “USS Quince”… Lo asombroso es que hoy siga firme este pacto –petróleo a cambio de la estabilidad de la teocracia- cuando Arabia Saudita es, de hecho, el primer impulsor del radicalismo islámico.
Pero ya se sabe cuántas contradicciones ofrece la historia y mucho más la de Oriente Medio desde la II Guerra Mundial, con su hito de la fundación del Estado de Israel. Pero volvamos los ojos a Siria. Cuando Bachar el Asad decidió hacer frente a los opositores impulsados por la “primavera árabe”, Arabia Saudita no dudó mucho en apoyarlos con armas y dinero. ¿Por qué? Por dos razones capitales: porque la rebelión contra Asad era una también una rebelión de los sunnitas sirios contra la minoría alauí –chiita- en la que se apoyaba el dictador sirio y porque era una forma visible de enfrentarse con un Irán que, en esos días, sufría el embargo de Occidente por su programa nuclear. Por cierto que hoy, levantadas ya las sanciones occidentales a Irán, la familia real saudí está aterrada ante el reto que le supone la emergencia de un Irán sin ataduras que reanuda sus relaciones comerciales y financieras con todo el mundo.
Se dio además la circunstancia -fruto de la habitual ceguera occidental en Oriente Medio- de que Estados Unidos y Francia decidieron apoyar también a los movimientos rebeldes sirios que pronto quedaron escindidos para dar paso… nada menos que al Daesh y otras franquicias terroristas como Al Nusra, filial de Al Qaída. Así que Arabia Saudí pasó a respaldar nada menos que a sus propios enemigos con tal de hacer caer un régimen que, ¡oh coincidencia! fue apoyado desde primer momento por la otra gran teocracia musulmana, la chiita de Irán. De esta manera nos encontramos con un primer escenario que traspasaba las fronteras sirias: el choque secular de las dos grandes ramas del Islam que, a su vez, se había convertido en una pugna de hegemonías entre Iran y Arabia Saudí en la vasta región, especialmente desde la revolución de Jomeini en 1979.
Mucho antes, todo el Oriente Medio fue uno de los principales tableros en los que se jugó la “guerra fría” (no resulta casual que Vladimir Putin la haya mencionado estos días…) con la aparición del nacionalismo árabe liderado por Gamal Abdel Naser en su quimérica guerra contra Israel y sus veleidades prosoviéticas. Recuérdese que Arabia Saudita no dudó entonces en acudir en ayuda de Estados Unidos al enfrentarse en una guerra de desgaste con su vecino Yemen, alineado con el “rais” egipcio.
La historia da para muchos capítulos pero, una vez más, hay que volver la mirada a Siria como “madre” de todas las batallas que se libran hoy en la zona. Sabido es que la Rusia de Putin decidió hace un año ayudar abiertamente al régimen de Asad, asediado no solo por sus opositores sunnitas sino por la diplomacia occidental, patrocinadora de múltiples intentos de conciliación en los que no pudo ocultar su hipocresía. El lema occidental era entonces que la solución al conflicto pasaba por la marcha de Asad al exilio y la convocatoria de elecciones libres”, como si la libertad fuese posible en un país en ruinas acosado por el Daesh.
Las cosas empezaron a cambiar cuando Rusia decidió intervenir: con el pretexto de bombardear las posiciones de los terroristas islámicos, la aviación rusa se dedicó a machacar sin complejos los cuarteles de la oposición siria… ante el escándalo norteamericano, al tiempo que cientos de miles de prófugos sirios –e iraquíes- se lanzaron al mar en busca de refugio en Europa. La crisis migratoria… En el interregno ocurrió el famoso incidente del avión ruso abatido por la artillería turca… y la intervención turca en territorio sirio para perseguir a los kurdos. Ya vemos como el escenario se amplía y se complica.
Así llegamos a una segunda fase de la “conferencia de paz” de Ginebra y la petición de árnica por parte de los opositores sirios, que han visto aterrados cómo el ejército de Asad lanzaba una inesperada ofensiva para desalojarlos de las ciudades ocupadas y, por cierto, en ruinas. Todo esto indica que, en el fondo y en la superficie de este escenario diabólico, es Rusia la que maneja la situación y que Estados Unidos y una Europa amenazada en su línea de flotación por los refugiados, tratan desesperadamente de llegar a un alto el fuego.
En estos momentos son 300.000 los sirios que han muerto en los cinco años de combates y bombardeos de núcleos enteros de población civil mientras más de la mitad de la población, es decir, unos siete millones, han huido del país y malviven en Turquía, Jordania, Líbano… y la desolada Europa, donde han vuelto a aparecer las alambradas como en las guerras del siglo pasado.
Así las cosas ¿qué futuro se vislumbra? Bachar el Asad ha hecho estos días unas declaraciones a la agencia francesa “France Presse” en las que afirma que no cejará en su empeño de reconquistar hasta el último metro cuadrado de su territorio. Para el reforzado dictador, toda la oposición es terrorismo y ahora lo que quiere es impedir toda vía de suministros que llegan de Turquía, Arabia Saudita y Qatar, lo cual no quiere decir que no esté abierto al diálogo. Se supone que para Asad todo diálogo pasa por la rendición de quienes le declararon la guerra. Después habrá tiempo para combatir al Daesh.
¿Se llegará a una alianza entre los países árabes islámicos –eso ha anunciado Arabia Saudita para no dejar a Irán que lleve la voz cantante- y los países occidentales más Rusia para combatir al “califato” de Al Bagdadi? Esta es la pregunta de ahora mismo. Pero el Daesh actúa: los atentados de este pasado fin de semana en Homs y Damasco, como decíamos al principio, es su forma de responder a esas inciertas alianzas.