Parece obvio que el pluralismo político que arroja la composición del nuevo Congreso de los Diputados, es fruto de la dislocación de los dos grandes partidos que hasta ahora han dominado la escena. Pero todavía no se han analizado bien las razones de esta situación que, en alguna medida, podríamos llamar de “emergencia”, no solo por la aparición de nuevos partidos, los “emergentes”.
Con un simplismo lacerante, se ha tratado de explicar que la causa directa ha sido la crisis económica y la desigualdad que ha provocado en buena parte de la sociedad. Pero eso no es todo, por supuesto. La Iglesia no ha dejado de insistir en estos años “negros” que, en realidad, la causa principal de la crisis ha sido la pérdida de valores morales no solo por parte de los poderes públicos –léase gobierno, instituciones públicas y privadas, empresarios, sindicatos y hasta partidos que han preferido la demagogia para subsistir- sino de la propia sociedad, aunque no han dejado de producirse ejemplos casi heroicos de solidaridad de miles de voluntarios para atender a los más desfavorecidos.
El hecho es que los ricos se han hecho más ricos –en buena parte gracias a la corrupción, el tráfico de influencias, la información privilegiada, la huida de capitales a los paraísos fiscales…- y los pobres más pobres, sin que la ideología neoliberal que nos ha dominado en estos cuatro últimos años haya intervenido, en aras de un principio sacrosanto para todo el mundo: el derecho a la propiedad privada, que también defiende la Doctrina Social de la Iglesia.
Sin embargo, si la moral social –es decir, los valores que han constituido la cultura y la civilización europea al menos hasta las dos grandes guerras- no se hubiesen llegado a perder, sobre todo a partir de la “revolución del 68”, la desigualdad provocada por la crisis económica no hubiese llegado al extremo de convertirnos en el país europeo con más paro y con mayores índices de pobreza.
Cierto que se ha hecho mucha demagogia a este propósito, en particular por los partidos emergentes y, cómo no, por el socialismo que ni siquiera ha tenido el coraje de asumir sus responsabilidades y mucho menos ha sabido ver los esfuerzos del Gobierno liberal por frenar la caída en el abismo. Curiosamente, ese mismo socialismo ha denunciado desde la oposición la desigualdad a medida que se acentuaba, pero sin proponer una sola medida que hubiera ayudado al Gobierno a afrontar la lamentable situación que le legó.
Pero, en fin, lo que importa ahora subrayar es que los cuatro años de gobierno liberal han contribuido, hasta límites que ahora empiezan a entenderse, a demoler los valores morales que nos quedaban y que antaño se trasmitían en el seno de las familias. No se cuantas familias se han roto a partir del establecimiento de la ley de “divorcio expres” que fue uno de los grandes “logros” del socialismo y que, en realidad, lanzaba el mensaje de incentivar el adulterio- es decir, la ruptura de la familia- junto a la libertad de abortar introducida en nuestra legislación como un derecho y que ha dejado sin posibilidad de vida a más de cien mil nasciturus.
La realidad nos dice que el Gobierno del Partido Popular no ha hecho nada por abolir estas leyes que, de manera definitiva, han destruido la esencia misma de nuestros valores como sociedad. Ahora se habla de reforzar la familia, de estimular la maternidad y la natalidad, pero ¿quién se molesta ya en contraer matrimonio con el fin de tener y educar hijos? Aquí todo vale para “disfrutar” de manera inmediata, para eludir responsabilidades, para no pensar en el futuro, para tener relaciones sexuales desde los trece años a costa de consumir píldoras abortivas y perder la salud física y mental…
Si España pudo ser una especie de oasis de moralidad en una Europa consumista e indiferente ante el hecho religioso, lo cierto es que nos hemos vuelto más europeos que los alemanes o franceses que, al menos respetan a la Iglesia. La consecuencia, a mi modo de ver, ha sido la emergencia de solo de nuevos partidos, sino de una sociedad que se ha rebelado contra la hegemonía de los grandes partidos en la medida que se han igualado en el descrédito de los principios éticos que constituían la base del comportamiento moral.
No faltan estos días expertos en sociología de masas, como el profesor francés Roland Gori, que explican el “yihadismo” como una especie de rebelión neofascistoide que ha elegido la crueldad y la muerte como “alternativa” a la bondad humana… a la que acusan de hipócrita porque solo ven a su alrededor egoismo e indiferencia. Las generaciones surgidas a partir del 1968 no han sabido –ni querido- trasmitir a sus hijos esos valores por la sencilla razón de que los olvidaron o, simplemente, trataban de practicarlos envueltos en grandes dosis de hipocresía.
España no ha escapado a la atracción que ajerce ese “yihadismo” que no tiene necesidad alguna de aprender el Corán porque su credo es matar con la mayor crueldad posible. Pero tampoco hemos escapado al cultivo de una juventud que se identifica con los “muyahidines” en el desprecio al orden establecido. Algunos, en su afán de disfrazar la verdad, se llaman a sí mismos “anticapitalistas” –que en el fondo somos la inmensa mayoría- pero son pura y simplemente “anti-sistema”. Todo les vale para destruir lo establecido sin necesidad de explicar lo que quieren construir. Es el “yihadismo” civil que ya se ha apoderado de centenares de ayuntamientos y, por ende, de nuestras calles y plazas, el que se mofa de los policías apaleados o le pegan un puñetazo al jefe del gobierno. ¿Es obra de la crisis económica? No, de la crisis de valores.