Hoy se clausura oficialmente el Año de la Misericordia aunque, para siempre, desde aquel Viernes Santo en que Jesús dio su vida en la Cruz, están abiertas para nosotros, de par en par, las puertas del corazón de Dios. Le escribí a un amigo sacerdote, porque me hacía mucha ilusión poder recibir la indulgencia plenaria, como Gracia especial al final del Año de la Misericordia. Él me contestó y me explicó que, para los que estamos lejos o en dificultad por diversas circunstancias, podía atravesar – como dice el Papa, la puerta de un hospital o la de la casa de una familia pobre. Además de la oración a María por las intenciones del Santo Padre, y la confesión y la Eucaristía que, gracias a Dios, aquí podemos celebrar todos los días.
Tenía mucha ilusión por recibir la indulgencia y hoy, en la clausura de este año tan especial, me he ido a ver a los viejecitos leprosos. ¡Qué grande es que la indulgencia plenaria me haya llegado hoy de la mano de los más pobres! Antes de salir, he leído este texto tan bonito de la homilía de hoy del Papa:
Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?
Primero, me he ido al mercado y, como son tres, he comprado una lata de sardinas, un botecillo de salsa de tomate y un jabón para cada uno. Y luego me he ido a la Leprosería. Me he encontrado que Caroline estaba sola, porque desde la mañana Emmanuel y Louis han estado en un duelo en el poblado. Caroline se ha puesto muy contenta porque hoy ha pasado todo el día sola, y se ha alegrado muchísimo al verme. Me ha invitado a pasar a su casa. Su hogar de una sola habitación (una vieja casita) y una puerta pequeña y humilde han sido mi Basílica y mi Puerta Santa. Y mientras rezaba en mi corazón las 3 Avemarías, sentía que un poco así fue Belén, y Nazaret, y la vida de la Virgen y de Jesús, nuestro Salvador. Luego, hemos ido a dar un paseo, cortito, por la zona del Hospital. Y ella me contaba sus cosas: cómo llegó a la Leprosería, cómo cultivaban cuando eran jóvenes, cómo los tres que quedan son amigos y se hacen compañía…
Decía Santa Teresa que la Humanidad de Cristo es la puerta. Y la Humanidad de Cristo está en la carne de Sus pobres, de los “pequeñitos” de este mundo. Son ellos, como decía el diácono y mártir San Lorenzo en el s.III, “los tesoros de la Iglesia”. Me siento honrada por Sus pequeñitos, por poder acoger esa amistad que ellos me brindan. Una amistad sin condiciones. En ellos yo recibo la Misericordia de Dios. Con ellos siento que el Padre me quiere como soy y que cuida con ternura de cada uno de nosotros. Dios a cada uno le cuenta sólo su propia historia (como le dice Aslan a Lucy en Las Crónicas de Narnia), y a mí me ha regalado Dios una historia preciosa. Y me regala cada día poder encontrarle en la gente, en las personas.
Una hermana que ha estado 30 años en el Congo y que ahora está en Camerún, en una misión con los pigmeos badyeli, me dijo una vez una cosa muy bonita: nuestra vocación es ganar amigos con “el dinero injusto”, es decir, dar sin esperar nada a cambio, entregarnos totalmente. Y esos “pequeñitos” con los que hemos estado, a los que hemos acompañado, a los que hemos curado o ido a visitar… ellos hablarán por nosotros al Padre. Ellos “robarán” el Reino para nosotros, como el Buen Ladrón.
Cuando me despedía de Caroline, ella me ha dicho un millón de cosas buenas y, además, me ha dado su bendición. Y yo he vuelto feliz a casa con una alegría que no podría comprar ni con todo el oro de este mundo.
