Hay veces en las que un@ se pone a escribir y es como si estuviera rezando… todavía no son las 22h, pero aquí es verdaderamente de noche. Se oye el ladrido de un perro a lo lejos, y un gran silencio. En el exterior, antes de entrar en mi habitación, he visto las estrellas que cubren la bóveda celeste, como cuando Dios creó el mundo y los hombres no hallaban otro modo de narrar cosas tan bellas si no llenándolas de poesía.
Sentarme a escribir es un regalo. Porque las palabras, como le explica Max a Liesel en La ladrona de libros, nos hacen ser un poco más lo que somos, nos ayudan a expresar nuestra humanidad y nos hacen sentir que estamos vivos. Y, si hay algo que la oración despierta en el misterio de la noche africana, es la experiencia del misterio de la vida. Ahí está tal cual es, incontenible, incapaz de ser retenida, domesticada… la oración de la noche, en el Misterio de Dios, hace que brote naturalmente una oración: “… Aber Du weisst den Weg für mich (pero Tú sabes el camino para mí)… Aksanti (gracias)… me pongo en Tus manos, quiero lo que quieras, porque quieres, como quieras, cuando quieras…”. La noche, como dice la Escritura, es tiempo de salvación. En ella Dios susurra el misterio del hombre. “Mungu anakuona”, me decía una mamá el otro día en el poblado, que significa “Dios te ve”. Los pobres saben mejor que nadie del Misterio de Dios. Saben que son mirados aunque estén en las orillas del mundo, en las periferias de un mundo que corre perdiéndose a veces eso “esencial que es invisible a los ojos” y que “sólo se ve con el corazón”. A Etty Hillesum, en el campo de concentración, le gustaba saberse el “corazón pensante de los barracones”, y a mí me gusta sentir que los pobres son como el corazón del mundo, y nos enseñan a sabernos mirados por Dios.
La noche es el tiempo en que todo se acalla, y nos habla del final. En la noche sabemos que nuestras pérdidas son reales, pero que un día, en Su abrazo de amor, comprenderemos. Y como le dijo Jesús a Juliana de Norwich en el s.XIV (Book of Visions and Revelations), en ese día nadie se sentirá impulsado a decir que las cosas podrían haber sido de otra manera, tal es la maravilla de lo que contemplarán nuestros ojos. Aunque con esos mismos ojos hayamos llorado… como me pasó a mí el otro día. Llegué el domingo por la tarde y el lunes, antes de reanudar mis tareas, me di una vuelta por el poblado: las familias, el cole, el Internado… capté el dolor de la gente, su lucha por la vida, un año especialmente duro. Capté se lucha por sobrevivir. Capté esa vida africana que siempre sale adelante… y me recordé que, en mis días de retiro en las montañas de Lluc este verano, se lo había pedido muchas veces a la Virgen: no ser indiferente al dolor de los pobres, no tener un corazón de piedra sino de carne. Pero eso no es el final… Hoy me lo explicaba un hombre joven, padre de una alumna del cole, que se quedó viudo el año pasado. Padre de cuatro hijos, no ha querido separarse de ellos (cosa que aquí es muy habitual), y está haciendo todo para sacarlos adelante. Me hablaba de cuánto quería a su mujer, y ella a él. De lo que ha supuesto esa pérdida en su hogar. Y de la historia de su vida… él es de Bukavu, del este del país. Estudiaba en el Seminario Menor y con la entrada de Kabila, mataron a muchos seminaristas. Entonces los que quedaban huyeron. Se refugió en Ruanda. Volvió. El final de nuestra vida será como el final de la narración de lo que este señor me relataba: “Y en todo esto he visto cuánto me quiere Dios”.
Porque la noche nos habla de los tiempos últimos. En un libro precioso, titulado Dios sin Dios (un diálogo entre Javier Melloni y José Cobo) se nos habla de esos momentos sin retorno que pueden sacar lo peor o lo mejor de nosotros mismos. Un hutu perdonando a un tutsi y haciéndose cargo de un hijo de la etnia contraria que ha matado al suyo propio; una madre judía que pierde a todos sus hijos en Auschwitz y que crea un orfanato en Israel; unas mujeres salvadoreñas (creo que de ese país) que en el mismo día que asesinan a sus hijos van a dar sangre para salvar en el hospital a los hombres que los han asesinado. Esa es la belleza del “idiota” de Dostoievsky, la belleza que salva el mundo, la belleza de la cruz. Parece necedad, como explica San Pablo en sus cartas, pero es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
En la pérdida, en el “sin retorno”, podemos abrirnos al misterio de una comunión, y sentirnos uno con los refugiados, los que vagan sin rumbo por el Mediterráneo, los apátridas, los migrantes… y sentirnos con ellos un solo corazón. Como canta la canción: “a las cosas que son feas, ponles un poco de amor…” Esa comunión es bella en su simplicidad, en su desnudez, en su despojo, en su pobreza. Cristo, por amor de nosotros, se hizo pobre, se hizo uno de nosotros. Hasta el final.
Pronto será la canonización de la Madre Teresa, el domingo 4 de septiembre. Una mujer que nos enseñó a amar a Cristo en los olvidados de la tierra. A amar aunque nuestro corazón llore. A hacer de nuestra vida, como ella misma decía, “algo hermoso para Dios”. No importa si parece involución, pérdida de tiempo, derroche… lo que importa, al final, al principio, en medio, siempre, es si hemos amado.
“… Aber Du weisst den Weg für mich (pero Tú sabes el camino para mí)… Aksanti (gracias)… me pongo en Tus manos, quiero lo que quieras, porque quieres, como quieras, cuando quieras…”
En el regalo de esta noche, os ofrezco el Capítulo XXIV de El Principito. Lo he envuelto en un invisible papel de regalo para vosotros, como cuando los niños juegan aquí a fuegos artificiales con las manos, a coches de carreras con bidones rotos…
Estábamos en el octavo día de mi avería en el desierto, y había escuchado la historia del vendedor mientras bebía la última gota de mi provisión de agua:
– Ah! – le dije al principito -, tus recuerdos son muy lindos, pero todavía no he reparado mi avión, no tengo más nada para beber, y yo también estaría muy contento si pudiera caminar lentamente hacia una fuente!
– Mi amigo el zorro… – me dijo.
– Hombrecito mío, ya no es más cuestión de zorros!
– ¿Por qué?
– Porque nos vamos a morir de sed…
Sin comprender mi razonamiento, me respondió:
– Es bueno haber tenido un amigo, incluso si uno va a morir. Yo me siento muy contento de haber tenido un amigo zorro…
No mide el peligro – me dije. – Nunca tiene hambre ni sed. Un poco de sol le alcanza…
Pero él me miró y respondió a mi pensamiento:
– Yo también tengo sed… busquemos un pozo…
Tuve un gesto de desaliento: es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.
Después de haber caminado durante horas en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a iluminarse. Yo las entreveía como en sueños, al tener un poco de fiebre a causa de mi sed. Las palabras del principito bailaban en mi memoria:
– Entonces ¿tú también tienes sed? – le pregunté.
Pero no respondió a mi pregunta. Simplemente me dijo:
– El agua puede ser buena también para el corazón…
No comprendí su respuesta pero me callé… Ya sabía que no había que interrogarlo.
Estaba cansado y se sentó. Yo me senté a su lado. Y, después de un silencio, agregó:
– Las estrellas son bellas, a causa de una flor que no se ve…
Respondí “desde luego” y miré, sin hablar, las ondulaciones de la arena bajo la luna.
– El desierto es bello… – agregó.
Y era verdad. A mí siempre me gustó el desierto. Uno se sienta sobre una duna de arena. No se ve nada. No se escucha nada. Y sin embargo hay algo que irradia en silencio…
– Lo que hace al desierto tan bello – dijo el principito – es que esconde un pozo en algún lado…
Me sorprendió comprender de golpe esa misteriosa irradiación de la arena. Cuando era niño vivía en una casa antigua, que según la leyenda tenía un tesoro oculto. Desde luego, nunca nadie pudo descubrirlo ni posiblemente lo haya siquiera buscado, pero hechizaba toda aquella casa. Mi casa escondía un secreto en el fondo de su corazón…
– Sí – le dije al principito –, se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que produce su belleza es invisible!
– Me alegra – dijo – que estés de acuerdo con mi zorro.
Como el principito se dormía, lo tomé en mis brazos y seguí viaje. Estaba conmovido. Me parecía llevar un frágil tesoro. Me parecía incluso que no había nada más frágil sobre la Tierra. Miraba a la luz de la luna esa frente pálida, esos ojos cerrados, esos mechones de pelo que ondeaban al viento, y me decía: lo que veo no es más que una cáscara. Lo más importante es invisible…
Como sus labios entreabiertos esbozaban una sonrisa, me dije también: “Lo que tanto me conmueve de este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, incluso cuando duerme…” Y lo sentí más frágil todavía. Hay que proteger bien a las lámparas: una ráfaga de viento puede apagarlas…
Y caminando de esa manera, descubrí el pozo al amanecer.
