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Ecos…

Ecos…

7 julio, 2018 Victoria Braquehais 0

Estoy haciendo unos días de Ejercicios Espirituales y hay algo muy hermoso que me ha sido dado: “ser contemplativos del misterio de las personas”. Lo ha dicho el sacerdote, de manera fugaz, en una de las charlas. Y a la hora de comer, mientras veo a una religiosa ya viejecita, tan llena de paz y serenidad, conectando con esa alegría, llegan a mí todos los ecos de mis nueve años en África, siempre en nuestro pequeño poblado de Kanzenze, al sur de la República Democrática del Congo.

Decía Isa Solà – asesinada en Haití – que, después del terremoto, lo que más le impresionó fue ver cómo la gente salía de nuevo a la calle y ponía sus pequeños puestos para vender… gente que lo había perdido todo: casa, familia… todo… comenzaba de nuevo con toda sencillez. Porque hacían lo que en ese momento podían hacer: estar vivos.

El día en que Chancelle y Louis perdieron su casa en Kanzenze, Louis llegó contento al colegio, como cualquier otro día. Nada parecía adivinar lo que yo había sabido poco antes y que me pareció toda una desgracia: por la noche, con las lluvias, se les había venido abajo la nueva casa que estaban construyendo – la actual era muy pequeña y de alquiler -, y con ella, tantos ahorros y tantos esfuerzos. Después de un rato, viendo que Louis no decía nada, le pregunté por el tema. Me lo contó con una serenidad total: volveremos a empezar. Y se fue a dar sus clases de inglés como todos los días. Fue él quien me dijo un día que su alegría procedía de estar vivos.

Así cuida Kaj de su hijo Héritier, con una grave enfermedad neurológica, y sin medios. A veces el niño pasa horas y horas llorando. Y, como se va haciendo mayor, tenemos que buscarle una silla de ruedas adaptada porque cada vez pesa más para llevarlo a la espalda. Kaj me decía el otro día que no cambiaría a su hijo por nadie.

Es el “prodigioso misterio de la alegría”, del que habla el sacerdote que cuida de los niños en uno de los más grandes vertederos de Manila. La alegría de los niños viene de estar vivos y de estar juntos. Es la alegría que tienen Caroline, Louis y Emmanuel, tres ancianos leprosos que, abandonados por sus familias, viven en una pequeña habitación, cada uno, en el recinto de nuestro Hospital. La vida les da para lo justo, sin agua, sin luz, con problemas de vista y de salud. Pero, de vez en cuando, vienen y me regalan un gallo. Y me dicen que para ellos soy un ángel. ¡Ellos sí que son ángeles! ¡Cuántas veces han traído consuelo a mi corazón misionero! Ven la realidad limpia, porque ellos son limpios de corazón.

Ernestine es casi ciega (pudo salvar algo de vista en un ojo gracias a una operación que pagó una familia española). Felix tiene un trabajo muy sencillo y sus hijos empezaron el año pasado a ir a la Escuela. Antes no podían porque eran muy pobres y porque como Ernestine no ve apenas, las niñas llevaban a cabo la mayoría de las tareas de la casa, entre ellas, ir a buscar el agua. Ahora tienen un pozo y eso les ha cambiado la vida. Pero en su casa, como me decía una hermana congoleña que me acompañó una vez a visitarles, hay más alegría que en la casa del Presidente de la República.

Y luego, la vida se acoge y se despide con total naturalidad. Se grita de gozo ante el nacimiento de un niño y se grita de dolor ante la muerte de un ser querido. Cuando un niño nace, empieza a pertenecer a toda la comunidad. Cuando una persona muere, vuelve a la tierra de los ancestros. En nuestro poblado, cualquier niño pequeño sabe que un muerto siente a frío, es rígido y que, si se tarda mucho en enterrarlo, empezará a oler mal. La gente sabe que es polvo, y que a la tierra vamos a volver. Yo quisiera aprender, de la tierra que me acoge, la simplicidad del vivir, como le dijo un día el sabio hindú Ramana Maharshi a una mujer muy sencilla: “Sé la que eres siendo plenamente tú misma”. Y así, hasta el último segundo, el último respirar de la entrega total y definitiva.

África está llena de miradas limpias, profundas, agradecidas. También las hay ávidas, ambiciosas, corruptas, desencantadas, ansiosas, inquietas, insatisfechas, infelices. Hay también odio, rencor, agresividad, chismografía, envidias, recelos, amarguras. Hay también alienación en lugar de alineación. Pero, en general, existe una profunda alegría de vivir, un gozo profundo de Ser. Es como una pequeña planta que se abre camino en el terreno más pedregoso. Como el agua que brota de lo profundo de la tierra sedienta cuando se excava un pozo en estación seca. Y, a más profundidad, más limpia es el agua.

Para el hombre bantú, Dios es vida. Dios es la Vida. Dios nos da el aliento de vida. La vida, en su concreción, es el corazón de las cosas. La vida se siente más que se piensa, en un contacto muy directo, sin mediaciones, perfectamente expresado en las lenguas locales, que utilizan otros matices de lenguaje para referirse a la percepción. Es la Vida sintiéndose vivida. No hay nada fuera de lo que, simplemente, es. Hay un aliento vital presente en las plantas, en los animales, en la selva, en las personas y en el cosmos entero. La vida es con frecuencia esa lucha ente lo que da la vida y lo que nos la arranca. Esa lucha abarca el instante, los espíritus, el poder de las cosas… y la vida vuelve cuando las personas se pacifican a través de un gesto, de un regalo, de un comer juntos, en los que lo que estaba desintegrado se integra de nuevo en la vida de la comunidad.

Siempre me ha impresionado el momento en el que vamos a enterrar a alguien en el cementerio del poblado. Se siente el olor de la tierra roja, la humedad de los árboles, el soplo del viento, el canto de los pájaros. El hombre bantú sabe que la vida es efímera, y que lo que Es perdura cuando perdemos nuestra pequeña forma. Sabe que hay una comunión posible y real que atraviesa nuestros pequeños contornos, más allá y más acá. En Kanzenze, un día cualquiera te puede sorprender con la sorpresa de que una familia te quiere ofrecer lo más hermoso que tiene, y quiere darle tu nombre a su hija: “Hermana, el día en que te vayas de aquí te echaremos muchísimo de menos, pero nuestra hija lleva tu nombre y tú vivirás siempre con nosotros”.

En nuestra vida rural, ha entrado mucho de esa disrupción occidental que se pierde en la multiplicidad de las cosas, anestesiada en el reconocer su verdadero valor. Pero aún existe esa pobreza – que no es miseria, sino grandeza de corazón -, que hace descubrir y agradecer cada bien recibido. Es natural dar gracias antes y después de cualquier cosa.

A ratos, sueño también con volver a Camerún. Allí fui por primera vez a finales del año pasado, a nuestra misión de Ngovayang, un valle entre montañas. Nos encargamos de una escuela primaria para niñas y niños pigmeos y bantúes, y tenemos un Hogar para 40 niñas pigmeas de entre 4 y 12 años. Es un valle del que impresiona su silencio, su frondosidad… la radicalidad de la entrega sin reservas que pide y la exuberancia de la vida que brota en cada instante de sus gentes, de los niños, del bosque, de las cataratas… Políticas profundamente injustas arrancan a los pigmeos de su hábitat para construir oleoductos y comerciar con la madera. Y los pigmeos, atrapados por el alcohol e incapaces de soportar tanto desarraigo, están desapareciendo.

Uno de los signos más bonitos es que es común, al orar, quitarse los zapatos. Para orar, necesitamos el contacto real y directo con la tierra, con la Realidad que nos sostiene y que nosotros contenemos también. Se ora con los pies, con el movimiento del cuerpo, con las vibraciones del canto que se hace corazón. Si algo es el corazón de África, es comunión existencial y vital.

Y, por eso, la vida misionera sólo se puede recorrer a pie y a corazón descalzo…

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SOBRE EL AUTOR

Victoria Braquehais
Victoria Braquehais
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Djambo yenu! Me llamo Victoria (“ushindi” es mi nombre en suahili.) Soy misionera de la Congregación Pureza de María. Desde 2009 vivo en Kanzenze, un poblado situado en la provincia de Katanga, al sur de la República Democrática del Congo. Allí, nos ocupamos de un Hospital General de Referencia, una Escuela Primaria de niñas llamada Mikuba, (“cobre”) una escuela secundaria mixta llamada Uzima (“vida”), un internado de chicas llamado Mère Alberta (es el nombre de nuestra fundadora) y uno de chicos, que también se llama Uzima. Yo me ocupo de la dirección de la escuela secundaria, de dar clase, de la gestión de proyectos de cooperación y… ¡un “mix” de todo! Entre mis aficiones destacan la lectura, la escritura, el dibujo y la pintura, la apicultura, la agricultura… Africa is my place in the world!

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