¿Sería un error que el PSOE permitiese a Sánchez formar Gobierno con los 180 diputados -y diputadas, faltaría más- que rechazaron la candidatura de Rajoy? Puede que sí y puede que no. Como vivimos en plena exhibición de desvergüenza política, casi me inclinaría por dejarle libre para pactar con Podemos y los separatistas de toda laya.
Alguno de sus seguidores -que los tiene, no lo olvidemos- se quitaría un ojo con tal de ver con el otro el “líder” sentado al frente del Consejo de Ministros, con Pablo Iglesias a su lado como vicepresidente. Es la prueba definitiva que le queda a España para demostrar al mundo que es diferente. Vayamos todos alegres a despeñarnos por el barranco donde nos dejó Zapatero porque, en definitiva, alguien vendrá para tender una red.
Cuenta el señor De Guindos en sus oportunas memorias de ministro, que solo quedaba dinero para pagar un solo mes las pensiones y los salarios de los funcionarios cuando Zapatero arrojó la toalla y los españoles elegimos a Rajoy como tabla de salvación. En realidad, nunca sabremos que nos hubiera pasado, aunque lo lógico es pensar que el Fondo Monetario Internacional nos hubiera echado un cable… después de ajustarnos las cuentas.
Ahora, entre Sánchez e Iglesias -sin hablar del coste político del necesario apoyo separatista- podríamos volver a vivir la experiencia de aquella bancarrota que nos evitó Rajoy. Y lo tendríamos bien merecido porque ¿no es eso lo que hemos votado en dos ocasiones?
Pueden hacerse otras reflexiones. Por ejemplo, supongamos que, finalmente, después de las elecciones gallegas y vascas, tal y como repiten los oráculos de las tertulias, Sánchez deja de hacerse el tonto y decide abstenerse en otro debate de investidura destinado a evitar la tercera cita electoral en diciembre. ¿Qué pediría a cambio? Algo muy simple: que Rajoy aceptase casi integro el programa socialista, desde la subida de salarios y de las prestaciones sociales a la reforma de la Constitución, la derogación de la reforma laboral y de la ley de educación, etc. etc.
Es decir, apenas habría diferencia: Sánchez tendría siempre la sartén por el mango, con sus 85 valiosos diputados. Eso la saben muy bien Sánchez y su camarilla de amigos. Sin duda alguna, el secretario general socialista era consciente en las dos noches poselectorales que hemos vivido, de que no había perdido; más aún, como se atrevió a decir el 20 de diciembre, había ganado a pesar de haber obtenido el peor resultado de la historia de su partido.
Lo único que está perdiendo a Sánchez es su odio a Rajoy y al Partido Popular, a la “derecha”. Ese odio es el que puede perder también a España. ¿Merece la pena vivir la experiencia? No lo creo, pero Sánchez sí. ¿Con qué consecuencias? Imaginen, imaginen…